Yo nací en cuna de oro. No porque mi mecedora tuviera ese metal
precioso, y muchos menos porque mi familia fuera adinerada. Pero aquella camita
de madera, que años antes mis hermanas estrenaron, fue un regalo de HaydéeSantamaría a mi mamá.
Dicen que a cada lado tenía una foto de su hermano Abel y otra
del Che. ¿Qué más puede pedir un niño al despertar? ¿Al menos, que más podía
pedir yo?
Cuando 18 años después la usé, aquellas imágenes ya se habían
borrado y aun así me imagino los rostros de esos dos hombres que para suerte de
mi familia, Yeyé puso en la casa.
Pero la cuna se perdió. En el diario compartir de los que habitamos
esta Isla, un día mamá la prestó y nunca la devolvieron. ¡Cuánto le ha dolido!
¡Cuánto le hubiera gustado conservarla hoy! Tal vez mi sobrino hubiera recibido
desde sus primeros días esa inyección de amor por la patria que sin imaginarse
le dio Yeyé a tres mujeres (mis hermanas y yo), al regalarle a
mami aquella cuna con las imágenes de Abel y el Che.
Sin embargo, cual magia del destino, llevo mucho de Haydeé.
Compartimos los mismos medicamentos para el asma, la espalda encorvada como
quien trata de esconderse, la predicción por girasoles, el gusto por el arte,
una tristeza que a ratos nos circunda, la fe infinita en el amor, la afición
por la pelota, el miedo a las ranas y hasta de cuándo en vez un pensamiento
suicida.
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