Las notas del himno estremecen cuando entre ellas se escuchan los disparos de las balas de salva, cuando se escuchan claras en la quietud de un cementerio, frente a la tumba de hombres y mujeres grandes.
Así las notas del himno estremecieron mis huesos, cuando este domingo fueron trasladados los restos de Osvaldo Dorticós Torrado a su ciudad natal.
Aunque pareciera absurdo para algunos, yo también quise poner una flor al pie de su tumba. Bajito sin que nadie lo notara le he dicho ¿quién dice que suicidarse no es de revolucionarios?
“No nos queda otra que respetar a todas las personas que deciden estar mejor muertas que vivas. El viejo cliché de que los revolucionarios no se quitan la vida es tan pueril que basta un par de nombres para echarlo por tierra. Dicen que los animales no se suicidan, a no ser para defender la especie. Es pues, cuando menos, una forma muy humana de morir.
“Los Lafargue decidieron que eran más útiles así para la causa del proletariado y no dudo que lo hayan sido. ¿Quién osa decir que las campanas que hizo doblar Hemingway con su pluma no hicieron repicar a todas las iglesias del mundo con el grito de su última bala? ¿Quién no prefiere todavía la rubia de todos los tiempos en el cine, a la cual hasta un sacerdote brillante le escribe un poema de amor? ¿Quién diría que Violeta no daba gracias a la vida con honestidad, para viajar a la muerte sin temor y segura de sí misma, al dejarnos en su voz el candor de todo un continente?
“Entonces sólo es bajar la cabeza, quitarse el sombrero y deslizar lágrimas de piedad por nosotros, y no por ellos que están más vivos que muertos, que viajan por el lindero entre ambos estados de la materia libremente y sin dolor, que nos cuidan de los errores. Nosotros estamos destinados a morir irreversiblemente: ellos no”, escribiría alguna vez Celia Hart Santamaría.
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