La mayoría de la gente muere con los ojos abiertos.
Hay que cerrárselos. Incluso aquellos que mueren encamados, mueren con los ojos
abiertos. No puede ser de otra manera cuando estamos vivos.
Entonces, cuando alguien muere con los ojos
abiertos, hay que cerrárselos, aunque yo no sepa por qué. Quizás pensamos que
así, como dormidos, ya descansan en paz; quizás no queramos que sigan mirando
al mundo, que nos sigan mirando.
A veces creo que es algo más simple: cuando una persona muere, mientras tenga los ojos abiertos, puede mirarnos dentro.
Con el dedo pulgar e índice de una mano se cierran
los párpados. Se aprietan suavemente, para que no vuelvan a abrirse los ojos. Se
aprieta también la boca, a veces hasta se amarra una cinta alrededor de la
cabeza.
Yo cerré los ojos de mi hermana mayor y de mi madre.
Pero desde mucho antes de morir, aun vivas, con los ojos abiertos o cerrados,
ellas podían verme por dentro.
Y es que hay cierta suerte en cerrarle los ojos a
los seres queridos. De todas las muertes posibles la mejor es, sin dudas al
lado de quienes se quieren. Porque incluso a la hora de la muerte, duele menos
si se está rodeado de amor, aunque sea la muerte más triste de todas las
posibles.
Cuando cerré los ojos de mi hermana Kenia, no fue
tan fácil como en las películas. Tras apretarlos una vez los párpados no se
cierran y ya. Hay que mantenerlos presionados porque aún después de muertos, el
alma viva quiere seguir mirando y se niega a cerrar los ojos.
Con mi madre fue distinto. Fue apenas poco esfuerzo
para mantenerle los ojos cerrados. Murió tranquila en los brazos de mi hermana
Ara y míos, por eso murió con los ojos entreabiertos, como todavía mirándonos discretamente, como
fingiendo que se estaba dormida.
Luego, ya antes de enterrarla, mi madre seguía con
los ojos medio entreabiertos, como también los tuvo mi hermana. Así como cuando
una los aprieta para que nadie note que seguimos mirando, para que todos crean
que dormimos.
Ahora entiendo que ni después de muertas,
ellas dejaron de mirarnos.
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