Voy a empezar por mi hermana Kenia: paciente con
cáncer a quien su marido de varios años
de unión consensuada le pidió, 10 días antes de salir de misión al extranjero,
una “prueba de amor”: casarse por la ley.
Ella accedió y esa fue su sentencia: él vendió todas
sus joyas y ropas, se mudó con su amante a la casa (la de mi hermana, hecha a
puro sacrificio con otro esposo muchos años antes de conocer a este susodicho),
nunca le guardó su salario, se gastó todo el dinero que mi hermana le dejó en
una tarjeta como beneficiario y a base de cambiarle el juego y hacerse la
víctima, la engañó.
En la familia no quisimos hacerle presión a mi
hermana después de intentarlo y ser creídos a medias. ¿Qué podía resolver ella
a tantos kilómetros de distancia, sin una fecha aún de regreso, sin una prueba?
Pero le dio cáncer y todo cambió.
Las mujeres con enfermedades crónicas son más
vulnerables a la violencia de género, ya sea física, económica o emocional. Años
antes de morir mi hermana Kenia sufrió de esos tres tipos de violencia.
Todo empezó cuando ni ella ni él le dieron
importancia a sus molestias en los senos. Lo más importante era terminar la
misión, disfrutar las vacaciones, hacer la casa. El tiempo pospuesto en
atenciones de salud le cobró luego a mi hermana: regresó desde Venezuela de
manera urgente por un avanzadísimo cáncer de seno izquierdo.
19 días en el hospital Hermanos Ameijeiras. Mami y
yo estuvimos todo el tiempo a su lado. Su esposo —a esa altura ya viviendo con
otra mujer pero sin decirle a mi hermana— viajó al hospital, estuvo par de
días, recogió parte de los regalos que mi hermana le llevaba a él y a sus
hijos, y se largó.
Regresó casi un mes más tarde a recoger el resto de
sus pertenencias. La llamó dos o tres veces y un buen día… silencio.
Mi hermana Kenia estaba enamorada de él. Le costó
acostarse cada noche esperando su llamada, atar los cabos de cada una de sus
mentiras, comenzar a creer las verdades que le habíamos alertado desde antes.
Sufrió, más que por su enfermedad ya en fase IV, por el abandono de su marido
en el momento que más lo necesitaba.
En el primer viaje a Las Tunas ya había hecho su
testamento y me había nombrado su apoderada: había decidido divorciarse pero no
quería estar presente en aquella disolución del matrimonio que sería más
dolorosa que cualquier cáncer.
Cuando trató de entrar a su casa, el hijo de su
esposo (a esa altura no se habían separado oficialmente aún) le impidió entrar.
“No puedes entrar hasta que no llegue mi papá”. Pero yo siempre fui una
gallinita de pelea. Y no me dio la gana. Abrimos la puerta y entramos, en
definitiva ¿cómo iba a prohibirle a mi hermana entrar a su propia casa?
No estaban sus pertenencias: zapatos, joyas,
avituallamiento, ropa. A penas dos uniformes de enfermera colgados en el
armario. Le habían vaciado su casa: refrigerador, fogón, cama, plancha, ollas.
Todo estaba en la casa de la amante convertida ahora en mujer. Solo quedaba la
computadora donde jugaba el ingrato hijo del ex esposo (mi hermana le permitió
mudarse a su casa porque en la de su madre le iba mal en los estudios).
Avisado por el hijo llegó el padre y lo acusó de
robarle a mi hermana. “Él te vendió las cosas”, le dijo sin asumir la
responsabilidad por el hijo ladrón que estaba criando. Aún después de 5 años de
aquellos tristes sucesos por ahí anda la conversación grabada (no sé si fueron
las películas pero aprendí a grabarlo todo).
Lo que siguió es solo otra de las vulnerabilidades
de las mujeres violentadas. Visita a la estación de policía; intento fallido de
poner una denuncia por robo: “como están casados por papeles no podemos hacer
nada”, dijo el oficial. Frustración nuestra, dolor inimaginable de mi hermana.
El cáncer no duele tanto como una de estas decepciones.
Acuerdos para el divorcio y finalmente disolución
del matrimonio. Mi hermana recuperó su casa (legalmente su marido no tenía
derecho) pero nunca sus pertenencias.
Se recuperó de aquel amor fallido, pero nunca del
cáncer. Murió casi dos años después, amando a alguien que nunca pudo violentarla:
Dios.
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