Por vivir desde hace 7 años fuera mi provincia ir al
estadio bien podría parecer un suicido. Ni el disimulo de no vestir mi pulover
de Las Tunas puede esconder mi procedencia oriental. Un hit, un jonrón, una
carrera me levanta del asiento, me saca un par de gritos y chiflidos, me
delata.
Sigo a Las Tunas desde siempre, y por eso he tenido
que aguantar “palestina” en el estadio de Camagüey, burlas en el de Cienfuegos,
improperios en el de Granma, miradas ofensivas en el de Villa Clara.
Por suerte, mis leñadores me respaldan y hasta ahora
he salido siempre risueña de cada juego. Tal vez hasta les doy un poco de
suerte.
Ahora me toca volver a los estadios a apoyarlos.
Desde aquellos días cuando Henry Urrutia nos daba su merienda a los estudiantes
tuneros de la Universidad de Camagüey, o Danel y Pedroso saludaban a quien
habían visto por años en las gradas o en las salas de prensa, al equipo de Las Tunas nunca le es extraña mi
presencia. Una vez, incluso, me dieron “botella” hasta allá, tras una
serie con Cienfuegos.
Y es que cualquier equipo reconocerá a un aficionado
entre una multitud que les va en contra.
Entonces su agradecimiento solo podrá ser real a través de carreras y
batazos. Este año estaré también, con ellos en la carretera. Aquí estaré,
esperándolos en Villa Clara, y otra vez me iré a Las Tunas, cuando vuelvan a
jugar una final. Y si Dios , ellos y mi presencia en el estadio quieren,
ganarán.
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