Unas semanas antes de morir mi madre se sabía
llegando a su fin. Ni ella ni yo creíamos en aquello de la resurrección, de la separación
del alma y el cuerpo, del viaje hacia un lugar feliz. No creíamos y aún así nos
dimos el aliento de que ella pudiera abrazar a mi hermana Kenia otra vez.
No creíamos en paraísos, ni infiernos, ni juicio
final ni purgatorios, pero teníamos fe en que nuestros muertos, a quienes hemos
amado en vida, no se van después de muertos y andan por ahí rondándonos como
energía, nunca como fantasmas.
No sé si para ella fue consuelo alguna vez, si realmente
me creyó cuando le dije: sé feliz que volverás a abrazar a Kenia. Mi madre no creía
en eso, ni yo tampoco, y aún así ambas nos sonreímos, decidimos creernos, aunque
luego viniera aquel desgarrador: “me voy con ella pero los dejo a ustedes”.
Mi madre sabía
que iba a morirse, que se volvería polvo y ni siquiera se le hizo un nudo en la garganta. No creía en
reencarnaciones, ni paraísos ni
infiernos. Sabía que después de morir hay una única verdad: se vive solo en la
gente que se quiere bien. Hay vida eterna en quienes no te olvidan.
Y, como Dios, los muertos son omnipresentes; no
porque te acompañen en silencio, invisibles, sino porque se vuelven parte de ti
al caminar, al comer, al actuar, al llorar, al reír, al bailar. Están contigo
siempre, son tú mismo. Y, como a Dios, uno les habla, y les suplica,… y te
protegen, y uno lo cree.
En vida
nosotros también somos nuestros muertos. Yo soy un poco mis propios muertos.
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