A mi madre le costó reconocer que se volvía dependiente. Hacia sus últimos meses de vida se lamentaba por ser una carga para sus dos hijas. Aligeraba el peso siempre que podía. Aprendió a vomitar en silencio para no molestar a nadie, a soportar las ganas de orinar en la madrugada para que nadie tuviera que levantarse, a buscar la forma de acomodar su cuerpo para evitar las escaras, a sacar las últimas fuerzas para ir sola al baño.
Ni enferma, ni ya casi sin fuerzas, mi madre quiso
toda la atención para ella. Nunca renunció a su independencia. Pero a veces el
cuerpo no responde, se revela, no hace caso.
Cuando ya no pudo hacerlo sola, me miraba con
resignación. Yo trataba de consolarla recordándole cuánto hizo lo mismo por
nosotras cuando éramos niñas: “ninguna de las tres me dio trabajo nunca”, me
respondía ella.
Yo era feliz echándole el agua, aunque eso
significara una herida tras cada roce.
La última vez que la bañé me dijo que yo era
su enfermera especial. Ese día, tras una convulsión, sonrió de alegría por el
baño que le había dado. Fue la última vez que la vi sonreír.
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