domingo, 1 de junio de 2014

Los niños más felices del mundo viven en Cuba


  Yo no sé si fue el Período Especial, la entrada al nuevo milenio, pero no me puedo quejar de mi infancia.
  Es cierto que casi todas mis muñecas fueron las mismas que mi hermana mayor había cuidado tanto y que unos años antes de yo nacer la mediana dejó sin pelos, pero fui feliz con aquellas “medio calvas” que nada tenían que ver con las barbies, -aunque de estas otras también tuve-.
  No sé si fueron aquellos juguetes de “afuera” que mi vecino repartió a los niños del barrio cuando entraba en los veinte; o los muñequitos rusos, que eran de allá, aunque fueran de otro país. No sé qué sería, pero tuve una infancia de la que no me puedo quejar.
  En mi barrio, éramos tres hembras y como diez varones. Tal vez por eso siempre bailamos trompos, jugamos a las bolas, a la pelota o a los escondidos, y nunca nadie se atrevió a decirnos “marimachos”. Claro, nunca logramos que hicieran el rol de padres cuando nosotras jugábamos a las casitas.
  No sé qué fue lo que me hizo tan feliz en mi infancia, pero incluso en los tiempos de apagón diario, la calle tenía constantemente el bullicio nuestro, lo mismo cantando, que imaginándonos juegos, tocando en las casas para salir a escondernos, inventando la mentira más grande o gritando consignas durante la guardia pioneril.  
  Tengo una nostalgia de aquellos días inmensa, porque a pesar de las carencias fueron buenos y lindos tiempos. Incluso un día para no aburrirnos nos dedicamos a contar carros.
  Juntos nos íbamos cada día a la escuela Mara, Lisbet, Jaider y yo, aunque ninguno estudiara en la misma aula. En las tardes los más grandes, o de otras primarias se unían tras terminar las tareas. Esos fueron mis buenos amigos, y ahora después de mucho tiempo sin vernos, aún lo son.
  Aquellos fueron días cuando no nos preocupaba la caída del muro de Berlín, ni la desintegración de la URSS o el Período Especial. Nuestros padres siempre se las ingeniaron para hacernos felices y que creciéramos bien, y en la escuela nada cambió, aunque no llegara la misma comida, o ya no hubiera tantos juguetes.
  Seguimos siendo felices en nuestra ingenuidad y no se acabaron en mi casa las diversiones las tardes de domingo, aunque al terminar ya no estuviera nadie para ayudarme a recoger.
  ¿Cómo olvidar entonces los aros llenos de piedrecitas para que al bailar sonaran, o los balances o sillones que se deshicieron para que tuviéramos suizas que saltar, o aquellos papalotes forrados con papel periódico? Aunque no hubiera todo, no faltaba nada para que estuviéramos contentos.
  Y sé que a su modo los “chiquillos” siguen siendo alegres hoy. Aunque el trompo, las bolas y pelotas, algunos los hayan cambiado por Nintendos, juegos de computación y hasta celulares; aunque el “Cantándole al Sol” ya no sea el musical preferido por los más pequeños.
  Los tiempos han cambiado y los niños también, y ya desde mis casi 30, más de una década apartada de esas diversiones infantiles, -aunque todavía me apasionen los muñequitos-, descubro a diario que algo no se altera. Yo fui de los niños más felices del mundo y en Cuba todavía, lo tienen todo para serlo.

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