Mamá siempre me ha dicho que el día muera quieren que la entierren o coloquen sobre su tumba todas sus medallas, y aunque no quiero ni pensar en la posibilidad de que desaparezca de mi vida para siempre, reconozco en su deseo una costumbre de quienes sobrepasan en Cuba los 60 años.
¿Quién no ha visto a los abuelos que lucen orgullosos
en sus guayaberas descoloridas por el tiempo, o su añejo uniforme de
milicianos, docenas de medallas sobre el pecho, cuyo peso no los puede encorvar?
A veces han sido combatientes, héroes anónimos cuyos
nombre nunca llevarán una calle o una escuela, cuyo mayor pecado fue
sobrevivir, y han sido olvidados incluso, por la misma historia que
construyeron con sus manos.
Pero son sus medallas la prueba inoxidable de esos
momentos. Son el vestigio metálico de algún hecho del que fueron protagonistas
o imprescindibles contribuyentes; o los millones de cañas cortados durante una
contienda azucarera; o simplemente los destacados años de constante trabajo, como
mi mamá.
Cuando era pequeña y cursaba la escuela primaria
recuerdo que a los mejores alumnos también se les entregaba una medalla con una
estrella roja en el centro. Era la forma de distinguirlos entre el resto y
motivar a los demás a superarse.
Hoy realmente no sé si esa práctica continúa. Pero
esa medalla y una por un tercer lugar en un concurso, aún las guardo con cariño
como recuerdo de aquellos años, aunque no creo que sea mi deseo ser enterrada
con ellas.
Más que las medallas deportivas, o de otras
competiciones, las medallas al valor, por los años de trabajo, o simplemente
por antiguos milicianos, son un prendedor casi siempre invisible, que se porta
siempre.
Por eso los viejitos con medallas me emocionan
tanto, por el recuerdo constante con mi mamá.
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