jueves, 4 de abril de 2013

Las medallas cubanas de mi mamá.


Mamá siempre me ha dicho que el día muera quieren que la entierren o coloquen sobre su tumba todas sus medallas, y aunque no quiero ni pensar en la posibilidad de que desaparezca de mi vida para siempre, reconozco en su deseo una costumbre de quienes sobrepasan en Cuba los 60 años.
¿Quién no ha visto a los abuelos que lucen orgullosos en sus guayaberas descoloridas por el tiempo, o su añejo uniforme de milicianos, docenas de medallas sobre el pecho, cuyo peso no los puede encorvar?
A veces han sido combatientes, héroes anónimos cuyos nombre nunca llevarán una calle o una escuela, cuyo mayor pecado fue sobrevivir, y han sido olvidados incluso, por la misma historia que construyeron con sus manos.
Pero son sus medallas la prueba inoxidable de esos momentos. Son el vestigio metálico de algún hecho del que fueron protagonistas o imprescindibles contribuyentes; o los millones de cañas cortados durante una contienda azucarera; o simplemente los destacados años de constante trabajo, como mi mamá.
Cuando era pequeña y cursaba la escuela primaria recuerdo que a los mejores alumnos también se les entregaba una medalla con una estrella roja en el centro. Era la forma de distinguirlos entre el resto y motivar a los demás a superarse.
Hoy realmente no sé si esa práctica continúa. Pero esa medalla y una por un tercer lugar en un concurso, aún las guardo con cariño como recuerdo de aquellos años, aunque no creo que sea mi deseo ser enterrada con ellas.
Más que las medallas deportivas, o de otras competiciones, las medallas al valor, por los años de trabajo, o simplemente por antiguos milicianos, son un prendedor casi siempre invisible, que se porta siempre.
Por eso los viejitos con medallas me emocionan tanto, por el recuerdo constante con mi mamá.






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