La primera vez que escuché a Taily hablar de cómo limpiaba a su perra con papel sanitario me pareció ridícula. Aquel día que vi a Lourdes llorar desconsoladamente porque Sabian se había perdido me pareció una aflicción innecesaria. Nunca pude comprender completamente el dolor de Bob cuando tuvo que “poner a dormir” a su gato Broccoli. Siempre creí incluso, que por la luz en su rostro y su forma de recordarla, Migue había querido más a Moti que a mí. Yo nunca había tenido mascota, mis padres nunca lo permitieron, y aunque de vez en cuando adoptaba por minutos el Grone de mi abuela, o el Canelo de Isabel, o la Michico de Daylis, o la Laica de Arlén, yo nunca había tenido un animal para mí y entonces…, llegó Chelsea.
Aquella noche del 31 de octubre, mientras caminábamos a visitar a un amigo apareció tirada en la carretera. Su hermanito estaba muerto, aplastado por un carro, la sangre fresca todavía regada sobre el pavimento. Y ella estaba allí, llena de sangre, tirada frente a la cabeza intacta de su hermanito, lamiéndole el hocico, como pidiendo, rogándole: Vive, Levántate! Y entonces… nos vio.
Sin embargo, Migue sintió que no podía dejarla allí. Y así toda sucia, llena de sangre la cargó, sin asco, sin pensarlo dos veces.
Así llegó Chelsea, mi primera mascota a la casa, aquella noche del 31 de octubre, cuando no quiso dormir sola en el balcón y la pena de las circunstancias de su recogida nos obligó a dormir con ella al lado de la cama, con la mano colgada hacia el piso, para que nos sintiera cerca.
Y aquella fue la última noche que Chelsea lloró. Barrigona, llena de parásitos –por supuesto-, sata, de orejas grandes como de murciélago, mirada profunda y ojos tristes, se convirtió rápidamente en la alegría de la casa.
Aunque no le ladrara a los extraños, ni aprendiera nunca a orinar en el balcón, o esperar a bajarla para hacer caca, nunca antes estuvo la casa más limpia, y nunca antes limpié con tanto amor.
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Fue un remolino. Su desayuno eran mis chancletas, las que hasta hoy tienen las marcas de sus colmillos y que siempre encontraba regadas detrás del sofá. Me parece estarla viendo en las mañanas con ellas en la boca, y yo corriendo detrás.
Su almuerzo eran las patas del pantalón. Y mordía fuerte la condenada, como quien te hala para siempre. Y hasta un día le dio por morder la pared y comer tierra. “Eso es normal”, me decían pero yo nunca había tenido mascota.
Las veces que la castigamos en el balcón lograba colarse por las persianas de la puerta, a veces hasta quedaba atrapada. Nunca quiso dejarnos, y nosotros tampoco.
Pero enfermó y ya no quiso comer, y vomitaba, y quería estar todo el tiempo acostada en el sofá, y aun así movía el rabito, sin mucha fuerza, cuando le silbaba.
Y se nos murió, en mis brazos, justo un mes después de haberla llevado a casa, todavía, a esta altura, me duele mucho.
Y cuánto quise que resucitara y solo ahora le puedo escribir algo, en esta hoja empapada de lágrimas.
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Yo nunca había tenido mascota, Y entonces….. llegó Chelsea.
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