viernes, 26 de octubre de 2018

Yo soy un poco mis propios muertos.



Unas semanas antes de morir mi madre se sabía llegando a su fin. Ni ella ni yo creíamos en aquello de la resurrección, de la separación del alma y el cuerpo, del viaje hacia un lugar feliz. No creíamos y aún así nos dimos el aliento de que ella pudiera abrazar a mi hermana Kenia otra vez.

No creíamos en paraísos, ni infiernos, ni juicio final ni purgatorios, pero teníamos fe en que nuestros muertos, a quienes hemos amado en vida, no se van después de muertos y andan por ahí rondándonos como energía, nunca como fantasmas.
No sé si para ella fue consuelo alguna vez, si realmente me creyó cuando le dije: sé feliz que volverás a abrazar a Kenia. Mi madre no creía en eso, ni yo tampoco, y aún así ambas nos sonreímos, decidimos creernos, aunque luego viniera aquel desgarrador: “me voy con ella pero los dejo a ustedes”.
 Mi madre sabía que iba a morirse, que se volvería polvo y ni siquiera se le  hizo un nudo en la garganta. No creía en reencarnaciones, ni  paraísos ni infiernos. Sabía que después de morir hay una única verdad: se vive solo en la gente que se quiere bien. Hay vida eterna en quienes no te olvidan.
Y, como Dios, los muertos son omnipresentes; no porque te acompañen en silencio, invisibles, sino porque se vuelven parte de ti al caminar, al comer, al actuar, al llorar, al reír, al bailar. Están contigo siempre, son tú mismo. Y, como a Dios, uno les habla, y les suplica,… y te protegen, y uno lo cree.
 En vida nosotros también somos nuestros muertos. Yo soy un poco mis propios muertos.

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