Desde afuera contemplo a mi familia. Llena también
de contradicciones y de interrogantes. Atenta para ver cómo distribuyen el
salario de mi hermana Ara, la chequera de mi mamá o el dinero por certificado
médico. Ansiosa de poder enviarles mucho
más que unos pocos pesitos al mes, esos mismos que completan mi salario cuando
me enrumbo en guagua a verlas, al menos ahora, una vez cada 45 días.
A veces como ahora, no sé dónde colocar este cuadro
cubano del siglo XXI, si meterlo en una maleta y llevármelo a la mitad del
mundo, cargarlo en mis hombros entre viento, mareas y huracanes, o acabarme de
incluir, otra vez en él.
Yo no quiero que pierda los colores, ni el brillo,
pero el tiempo pasa irremediablemente sobre todo, incluso por este cuadro
imaginario.
Otra vez me
toca meterlo en la mochila que me acompaña desde la universidad y empezar el
viaje de regreso a esta otra casa surgida del amor. ¿Hasta cuándo me estaré
marchando?, ¿hasta cuándo estaré volviendo? Existirá alguna forma de juntar
ambos hogares, y pintarme en este cuadro de familia que tristemente ahora
contemplo.
No lo sé. Con cada despedida, vuelven los grises a
aguarme la mirada, y me parece que la vida se derrite como aquel cuadro de la
persistencia la memoria de Salvador Dalí. ¿Cómo pinto de alegría este cuadro
cubano del siglo XXI?, que no es otra cosa, que mi familia.
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