El
día que supo mi sexo seguramente papá hizo es mueca que se le dibuja en el
rostro cuando no está conforme con algo. Conmigo su anhelo de tener un varón a
quien llamarle José, se fue a bolina.
Para
colmo por la edad era el último hijo que mamá
debía tener. Cuenta ella que siempre tuvo un bate y pelota guardados, por si
acaso. Tal vez ese es el motivo por el cual las fotos mi hermana
Ara incluyen hasta casco.
Pero
su propia genética le negó el varoncito que esperaba, porque sí, son los
hombres quienes determinan el sexo del bebé durante la gestación, aunque como a
mi padre, a algunos les cueste creerlo. No bastaron sus ganas inmensas de tener
descendencia masculina, pero tampoco le hizo falta.
No
tuvo nadie mejor comisión de embullo que él durante sus juegos de softbol; ni
le hizo falta un hijo para explicarle de empalmes o conductividad de los
metales, o cómo poner un tubo de luz fría, o la cadena a una bicicleta.
Es
cierto que no pude nunca ayudarle a preparar un cerdo para el asado de fin de
año, o coger un ponche a la goma del carro, pero fue tal vez porque no lo
intentamos. Sin embargo, siempre tuvo una pareja de baile, un “cochofer” a su
lado, o alguien que le guiara en sus primeros pasos por la computación.
Precisamente
en estos temas él era un previsor.
Recuerdo
que fue la primera persona que me dijo que aprendiera inglés e informática, y
¡mira que se adelantó en el tiempo!, pues sus exhortaciones llegaron cuando
apenas hacía cuadrados en la primaria con la tortuga del sistema MSX Logo.
Y
yo seguí sus consejos, aunque me enojara porque nunca me enseñó a manejar, o
trataba a mis primos como los hijos varones que siempre quiso.
Anfitrión
de todo tipo de fiestas, siempre tuvo una excusa para reunir a la familia: con
sus fiestas por cualquier fecha; sus viajes obligados para ver a los primos y
tíos; o sus órdenes de visitarlo todos los días y a mi abuela, después que
dejamos de vivir juntos.
Mis
mejores recuerdos de niña fueron en la entidad que dirigió por 20 años. En su
pequeña oficina de la Empresa
Nacional de Investigaciones Aplicadas (ENIA) me tiré mis primeras fotos.
Ahí conocí de rocas y suelos, y leí por primera vez aquellos libros de hormigón armado
que creía eran una novela policiaca. Allí trató de inculcarme la pasión por la
ingeniería geofísica y civil.
En
la ENIA me
colaba con mis muñecas, o me dormía en el sofá mientras veía a mi papá
escribir, revisar informes…. trabajar. Nunca lo vi “coger un diez” y aunque su
obsesión por la profesión se iba con él a casa, creo que no pudo dar mejor
ejemplo a sus hijas.
Con
tanto tiempo recorriendo aquellos pasillos, seguramente creyó alguna vez que yo
seguiría sus pasos, por esa manía suya de mantener la tradición familiar. Sin
embargo, ni mi hermana ni yo nos decidimos por su misma carrera, ¡y tuvimos dos
opciones que escoger!
Su
sueño siempre fue ser músico, pero la vida, el destino y hasta la influencia de
mi abuela, (que quería un arquitecto), lo hicieron aventurarse por la geofísica, y luego la ingeniería
civil.
Antes
me reprochaba haberme ido a Cienfuegos,
aunque me haya llevado él mismo hasta la
terminal. Ya no lo hace, aunque sigue diciendo que he perdido lo más
importante: el tiempo con la familia. Yo lo sé, aunque aún no me atreva a
reconocerlo en voz alta. Sé que todavía me ve como su niña más pequeña, aunque
ya me esté acercando a los 30.
Este
domingo estará nuevamente rodeado por mujeres, ha estado así toda su vida, aun
cuando mi abuela hace años se marchó. Al final, él sabe que solo nos hace falta
un hombre para ser feliz: papá.
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