Yo no sé si fue el Período Especial,
la entrada al nuevo milenio, pero no me puedo quejar de mi infancia.
Es cierto que casi todas mis muñecas fueron
las mismas que mi hermana mayor había cuidado tanto y que unos años antes de yo
nacer la mediana dejó sin pelos, pero fui feliz con aquellas “medio calvas” que
nada tenían que ver con las barbies, -aunque
de estas otras también tuve-.
No sé si fueron aquellos juguetes de “afuera”
que mi vecino repartió a los niños del barrio cuando entraba en los veinte; o
los muñequitos rusos, que eran de allá, aunque fueran de otro país. No sé qué
sería, pero tuve una infancia de la que no me puedo quejar.
En mi barrio, éramos tres hembras y como diez
varones. Tal vez por eso siempre bailamos trompos, jugamos a las bolas, a la
pelota o a los escondidos, y nunca nadie se atrevió a decirnos “marimachos”.
Claro, nunca logramos que hicieran el rol de padres cuando nosotras jugábamos a
las casitas.
No sé qué fue lo que me hizo tan feliz en mi
infancia, pero incluso en los tiempos de apagón diario, la calle tenía
constantemente el bullicio nuestro, lo mismo cantando, que imaginándonos
juegos, tocando en las casas para salir a escondernos, inventando la mentira
más grande o gritando consignas durante la guardia pioneril.
Tengo una nostalgia de aquellos días inmensa,
porque a pesar de las carencias fueron buenos y lindos tiempos. Incluso un día
para no aburrirnos nos dedicamos a contar carros.
Juntos nos íbamos cada día a la escuela Mara,
Lisbet, Jaider y yo, aunque ninguno estudiara en la misma aula. En las tardes
los más grandes, o de otras primarias se unían tras terminar las tareas. Esos
fueron mis buenos amigos, y ahora después de mucho tiempo sin vernos, aún lo
son.
Aquellos fueron días cuando no nos preocupaba
la caída del muro
de Berlín, ni la desintegración
de la URSS o el Período Especial. Nuestros padres siempre se las ingeniaron
para hacernos felices y que creciéramos bien, y en la escuela nada cambió,
aunque no llegara la misma comida, o ya no hubiera tantos juguetes.
Seguimos siendo felices en nuestra ingenuidad
y no se acabaron en mi casa las diversiones las tardes de domingo, aunque al
terminar ya no estuviera nadie para ayudarme a recoger.
¿Cómo olvidar entonces los aros llenos de piedrecitas
para que al bailar sonaran, o los balances o sillones que se deshicieron para
que tuviéramos suizas que saltar, o aquellos papalotes forrados con papel
periódico? Aunque no hubiera todo, no faltaba nada para que estuviéramos
contentos.
Y sé que a
su modo los “chiquillos” siguen siendo alegres hoy. Aunque el trompo, las bolas
y pelotas, algunos los hayan cambiado por Nintendos, juegos de
computación y hasta celulares; aunque el “Cantándole al Sol”
ya no sea el musical preferido por los más pequeños.
Los tiempos
han cambiado y los niños también, y ya desde mis casi 30, más de una década
apartada de esas diversiones infantiles, -aunque todavía me apasionen los
muñequitos-, descubro a diario que algo no se altera. Yo fui de los niños más
felices del mundo y en Cuba todavía, lo
tienen todo para serlo.
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