Mi mamá
cumplirá en octubre 65 años. El haberme traído al mundo cuando casi entraba en
los 40 fue, mientras crecía, un trauma para mí.
Recuerdo que
en el círculo infantil y luego en la escuela primaria, mis compañeros solían
llamarla mi abuela por la diferencia de edad entre mi mamá y sus madres.
Yo siempre
les rectificaba, pero ellos seguían burlándose. Y ella que los escuchaba nunca
se amilanó, sabía que era cosa de muchachos y al final, sus propias
progenitoras venían donde la mía en busca de consejos. Entonces yo me
enorgullecía de tener la mamá más vieja.
Con 50 años,
me llevaba en bicicleta a todos lados, aunque ya la vocacional yo supiera montar e incluso cargara
a mi hermana Ara cuando me obligaba a hacerlo. Solo una vez traté de montar a mami, pero vio que casi
no podía con su peso y nunca más dejó que lo intentara.
Todavía
recuerdo cuando cada tarde pasaba por «» tocando el timbre. Aunque
no pudiera salir a saludarla en medio de la clase de Matemáticas, yo sabía que
ella iba feliz en su bicicleta china, esa que se había ganado por sus
resultados constantes como mejor trabajadora. Fueron 50 y más, hasta que un día
dejó de montarla.
Allí, en el «Luis
Urquiza», pasé mis mejores años, aunque mamá sufriera cuando en décimo grado me
veía en la formación con mis tenis «Love» porque no alcazaba el dinero para
zapatillas; o se negara a llevarme comida todos los días como hacían otras
madres. Yo nunca dejé de quererla por eso, y aunque sé que a ella le dolía más que a mí,
no hubo lección mejor para aprender a compartir con los demás y aceptar lo que
a todos nos toca por igual.
En ese
preuniversitario comprendí de su amor incondicional a pesar de su exigencia, entendí
por qué fue tan rigurosa desde pequeña con mis resultados académicos y la vi en
el público cada vez que cantábamos en algún lugar.
Durante esos
años me enseñó que no por tener menos se es indigno y que las carencias no
tienen por qué hacerte miserable y ruin. Aprendí a amar a los demás sin
juzgarlos, y que siempre, absolutamente siempre, se debe hacer el bien.
Pero también
fue dura conmigo, como aquellas noches en las que me prohibió salir porque en
la mañana siguiente tenía prueba, o ese día que…… no sé, no recuerdo, ya nada
malo de ella guardo en mi memoria.
Su mayor
orgullo fue verme en la universidad, aquella que no pudo coger para ayudar a su
familia, y que ahora también convertiría en profesional a su última hija.
Al principio
temía que yo no quisiera estar becada allí. Luego comenzó a sufrir cuando no
iba los fines de semana y me enamoré de un muchacho que vivía lejos de mi
tierra natal. Pero nunca se quejó ni la escuché lamentarse, mucho menos aquella
tarde que sin decirle nada llegué a casa con una nueva dirección en el carnet
de identidad.
El día que
me alejé del hogar, mamá no pudo despedirme. Se fue lejos, para no verme partir.
Sé que donde estuviera esa tarde de agosto lloraba desconsoladamente. La
conozco. A mí me pasó igual.
Aún no se
acostumbra a verme lejos y aunque todavía mi ausencia en casa le duele, ella es
feliz, porque sabe que yo lo soy.
Este domingo
de las madres no podremos estar juntas. No hay forma posible en que físicamente
lo estemos. Ya son dos. Antes le juré que solo cuando no estuviera en la tierra
estaríamos separadas, pero la vida es demasiado impredecible y a veces, como
ahora, dura.
Otra vez
será escuchar su voz tras el teléfono el único consuelo, y no es suficiente. Es
este día cuando los hijos vuelven a besarlas, abrazarlas, mimarlas, agradecerles…,
yo podré decir al menos: ¡mamá, cuánto te quiero!
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