Papá solía llevarme en sus hombros durante el desfile del Primero de Mayo. Desde
esa altura privilegiada no hubo un solo año en que no sintiera aquella
sensación única de ver la plaza llena de cubanos alegres.
Recuerdo que cada 30 de abril me iba a acostar temprano porque
había que madrugar, pero la emoción de la marcha no me dejaba dormir bien.
Cuando por fin conciliaba el sueño, mamá me despertaba. “Alístate, que ya casi
tenemos que irnos”, me decía.
A esa hora era larga la caminata hasta la plaza. A pesar
de la oscuridad del día aún sin amanecer, las calles estaban llenas de personas
con carteles, banderas y silbatos. Yo me preguntaba: ¿no se cansan? Al menos
mamá y papá nunca se quejaron de llevar además mi pomo con agua y la merienda.
Entonces mis hermanas se separaban e iban hacia donde sus
compañeros de estudio y trabajo. “Al concluir nos vemos aquí”, era la orden de
papá, pero a él mismo le gustaba quedarse luego de fiesta con sus compañeros, y
el resto de la familia, que lo conocía, nunca lo esperaba.
Cada primero de mayo era para mí una fecha anhelada en el
calendario. Tan pequeña no podía desfilar con mi escuela primaria, y por eso
mis padres me incorporaban a aquella celebración que un día también sería la
mía. Además, con semejante acontecimiento: ¿quién quería quedarse en casa?
Eran varias horas de pie, esperando el comienzo de la marcha y
luego otras tantas en plena caminata, pero tan temprano el sol no me molestaba,
ni la sed, ni la intranquilidad común en niños de mi edad. Era el momento ideal
para comer rocitas de maíz, o galleticas y refresco.
Por doquier había congas, y personas cantando, y gente contenta
de rencontrarse con viejos amigos, y tener un día feriado para más que
descansar, celebrar.
Desde mi altura era fácil notar la alegría, esa que se
exacerbaba cuando iban llegando a la tribuna. También en ese momento yo era más
feliz, y alzaba mi brazo como si desde allí pudieran notarme y devolverme el
saludo. Pero a semejante distancia era imposible verme. Ahora lo entiendo, pero
ya no importa.
Yo fui feliz de estar allí, aunque han pasado varios años y ya
papá no puede llevarme en hombros, ni desfilamos juntos. Vivimos separados y
por más que quisiera, ni puedo hacer con ellos el recorrido hacia la plaza.
Entonces veo a otros niños cargados en hombros y evoco aquellos
años en que era mi puesto el de la vista más privilegiada. Mis amigos entonces,
me miran raro. Algunos de ellos no vivieron nunca esos momentos. Se quedaron en
casa con la abuela, y cuando despertaban ya todo había pasado.
Pero yo estuve allí, y aún lo estoy, con las mismas banderas y
carteles que una vez mi familia desfiló. Aún lo estoy, aunque mi primero de
mayo no sea ya sobre los hombros de papá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario