El primer día que anudé mi pañoleta fui feliz. Aunque no se pareciera en nada a aquella bicolor que décadas atrás usó mi madre o bastaran unos segundos después de lucirla para que el calor de octubre me provocara ganas de quitármela; ese fue, con apenas seis años, uno de los mejores momentos de mi vida.
No importa tampoco que
yo no supiera hacer el nudo que llevaba o que en algún momento la dejara
perdida, ni que con el paso de los años se desgastara. Aquel atributo, primero
azul como el cielo y roja como la sangre después —como quizá rezaba alguna
composición de la primaria—, me identificó como pionera.
Por eso era feliz de
llevar en mi vestimenta diaria los colores de la enseña nacional, esa que cada
mañana saludaba orgullosa, mientras cantábamos el Himno en el patio de la
escuela.
Aquel uniforme fue mi
preferido, aunque todavía «mal recuerde» la forma de desabotonar rápidamente
los tirantes de la saya para correr a hacer la Educación Física.
Pasado el tiempo,
cambié el rojo por el amarillo y la pañoleta desapareció. Las nuevas
responsabilidades y el exigente estudio para llegar al preuniversitario
trajeron entonces, junto con mi «manía de niña “puntualita”», una membresía que
era casi tradición familiar.
Como el aval de los
profesores y compañeros de aula decía maravillas, solo faltaba una foto, que
por ahí escondo. Sobrevinieron momentos de incertidumbre cuando todas mis
amigas no pudieron compartir aquella alegría el 14 de junio, cuyos detalles no
recuerdo, pero la fecha obviamente sí. Fue el día cuando dejé de ser pionera y
me convertí en militante de la UJC.
A esta altura, a más de
una década de ese suceso, pienso si entonces era muy prematura mi integración a
la joven vanguardia del país. Eran momentos en que ni siquiera sabía la carrera
que iba a estudiar, y la Historia no era más que una asignatura que debía
aprobar en los exámenes de ingreso al Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas.
Pero desde los 14 años
formo parte de esa cantera, aunque no siempre lleve el carné conmigo. ¿Cómo evitar
sentir y expresar un compromiso con la Patria, con mi generación, mis padres,
mis hermanas, Haydée…?
Si perteneceré algún día a otra organización,
no lo sé. Los tiempos han cambiado y yo también. A mis primos no les interesa
seguir la tradición de la familia. Sin embargo mis amigos y colegas aún le
tienen fe.
Por eso no me inquieto cuando apuestan por dejar el destino
de Cuba en nuestros hombros, aunque algunos subrayen que la juventud «está
perdida», como si eso mismo no se hubiera dicho en otras épocas. Será una
enorme responsabilidad la que habremos de llevar en nuestros hombros, lo sé;
pero las convicciones duran siempre pese a las dificultades, y desde hace
muchos años el futuro de esta Isla va anudado con pañoleta.
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