lunes, 28 de julio de 2014

Porque una bala no puede terminar el infinito

 Yo nací en cuna de oro. No porque mi mecedora tuviera ese metal precioso, y muchos menos porque mi familia fuera adinerada. Pero aquella camita de madera, que años antes mis hermanas estrenaron, fue un regalo de HaydéeSantamaría a mi mamá.
  Dicen que a cada lado tenía una foto de su hermano Abel y otra del Che. ¿Qué más puede pedir un niño al despertar? ¿Al menos, que más podía pedir yo?
  Cuando 18 años después la usé, aquellas imágenes ya se habían borrado y aun así me imagino los rostros de esos dos hombres que para suerte de mi familia, Yeyé puso en la casa.
 Pero la cuna se perdió. En el diario compartir de los que habitamos esta Isla, un día mamá la prestó y nunca la devolvieron. ¡Cuánto le ha dolido! ¡Cuánto le hubiera gustado conservarla hoy! Tal vez mi sobrino hubiera recibido desde sus primeros días esa inyección de amor por la patria que sin imaginarse le dio Yeyé a tres mujeres (mis hermanas y yo), al regalarle a mami aquella cuna con las imágenes de Abel y el Che.
 Sin embargo, cual magia del destino, llevo mucho de Haydeé. Compartimos los mismos medicamentos para el asma, la espalda encorvada como quien trata de esconderse, la predicción por girasoles, el gusto por el arte, una tristeza que a ratos nos circunda, la fe infinita en el amor, la afición por la pelota, el miedo a las ranas y hasta de cuándo en vez un pensamiento suicida.

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