La tumba de mi madre es la sexta después del ángel.
Es fácil llegar, al menos para mí. Mi cuerpo va directo, sin buscarla, pero mi
madre no aparece. Mi madre no está en el cementerio.
Allí solo hay una tumba con su nombre y una jardinera
con flores plásticas y reales, en homenaje a una mujer que amaba las rosas y
los girasoles.
Si cuentas seis después del ángel encontrarás una
tumba con el nombre de mi mamá. Y sus mismas fechas de vida y muerte.
Pero sigo diciendo que ella no está allí, aunque
allí repose su cuerpo, ya en descomposición.
Yo no soy de quienes ponen flores a los muertos en
el cementerio. La tristeza es más desgarradora en la soledad. Y a mí que me
desgarre la tristeza, que me sobrecoja el recuerdo de mi hermana Kenia y mi
madre, que tenga a mano una foto para verlas, que nunca olvide sus rostros, sus
vidas.
Por eso no voy al cementerio, ni siento que al no
hacerlo las traiciono. Un día al año, o tres, voy y les pongo flores y les
enciendo una vela. A veces el viento las apaga, a veces las deja quemar.
Mi madre no está en el cementerio. Mi hermana
tampoco. La sexta después del ángel es la tumba de una desconocida. Es lo más
cursi que pueda sonar, pero es una verdad innegable: mi hermana y mi madre siguen
vivas, aunque ya no me puedan abrazar.
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