El
dolor de los jóvenes por la muerte de Fidel no es el mismo dolor que el de
nuestros padres. Nuestro sentir no tiene tal carga de tristeza, porque no hay
tristeza en la esperanza.
Nuestros
padres se sienten huérfanos, nosotros, los más jóvenes, hemos perdido a un
abuelo, de quien hablaremos siempre con orgullo, de quien contaremos en clases
sus hazañas, de quien siempre tendremos algo que decir, incluso para reclamar a
nuestros padres: Si abuelo estuviera vivo…
El
dolor nuestro es diferente. No es tal dolor. Hay rostros conmovidos, sí, en los
adolescentes, en los niños que pueden no entender al principio, por qué la
familia llora a alguien que frente a frente nunca conoció. Es un dolor
esperanzado el nuestro, empático con los adultos, y sí, gracias a ellos, también
comprometido.
Es
el sentir de perder a quien forjó el hogar, puso los cimientos de la casa que
hoy vivimos, recibió dolores y disparos para que fuéramos sanos, nos alzó en
brazos y mirándonos desde lejos, nos enseñó a caminar.
Todo
eso haría un abuelo por nosotros, aunque nunca nos sentáramos en su regazo, y
no fuera su imagen otra que la de las fotos, y en casa solo se escuchara su voz
a través de la radio y la televisión.
Nuestro
abuelo, era el abuelo de muchos niños. Por eso puede ser que nunca supiera
nuestro nombre, o no estuviera en nuestros cumpleaños, o no supiera de las
primeras notas en el aula, de la ceremonia por la imposición de la pañoleta, de
la visita al dentista, del brazo enyesado tras una caída, la tensión de las
pruebas de ingreso, el primer beso, la graduación universitaria. Nuestro abuelo
no estuvo ahí, pero hizo todo aquello posible.
Y
como no le vimos demasiado, no sentimos que se nos haya muerto. No podemos
creer que ya no esté. Por eso nuestro dolor no tiene lágrimas, nuestro dolor es
diferente, aunque a fin de cuentas, sea también dolor.
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