A Kenia, porque mis lágrimas por Fidel también son
tuyas.
Porque si alguien me enseñó a amarlo, fuiste tú.
Porque si alguien me enseñó a amarlo, fuiste tú.
Lloré
tarde a Fidel. Así me sucedió cuando murió mi hermana Kenia: no fue hasta ese
instante del cortejo fúnebre cuando pensé que no la vería más; no la escucharía
más; no tendría más su ejemplo, su cuidado, su protección, la palabra precisa.
Así
también me pasa con Fidel, tanto que no quiero llamar a mis padres: no quiero
oírlos llorando, ni que me escuchen llorar.
Lloré
tarde a Fidel. Una parte de mí se negaba a creerlo por más que lo confirmaran
las imágenes en la TV, llamadas y mensajes de amigos, canciones en la radio,
banderas y fotos colgadas en los balcones de mi barrio.
Esta
mañana puse un girasol frente a su foto, le lancé un beso y al pensar que no
podría físicamente recibirlo, ni mis brazos envolver su cuerpo, no pude
contener las lágrimas.
Desde
entonces no he parado de llorar. Todo me lo recuerda: cualquier imagen en la
TV, cualquier llamada o mensaje de amigos, cualquier canción en la radio,
cualquier bandera y foto colgada en los balcones de mi barrio.
Lloré
tarde a Fidel como lloré tarde a mi hermana, y tal tardanza no quiere decir que
les haya admirado o querido menos, sino todo lo contrario.
Pero me enajené del silencio de las calles, de las lágrimas de mis vecinos, de la tristeza de mi gente normalmente alegre; me enajené del dolor.
Por
un instante me parecí insensible, me sentí impenetrable, me creí fuerte, capaz
de aguantar.
Aquel
día de julio cuando murió mi hermana Kenia llegué a sentirme así, culpable.
De
esa misma forma me sentí, durante las primeras horas, con respecto a la muerte
de Fidel.
Sin
embargo, lloré de muchas maneras: en las redes sociales, escribiendo historias,
haciendo fotos, compartiendo recuerdos. Lloré de muchas maneras, pero no lo
noté, porque no había lágrimas.
Esa
fue también la forma que encontré los primeros días, para llorar la muerte de
mi hermana Kenia.
Precisamente
ella me enseñó aquellos versos del Indio Naborí que memoricé para siempre, que
declamé en público incontables veces, pero que Kenia decía como nadie.
Los
mismos versos cuya última estrofa no
sale estos días de mi cabeza: Te reclamo por las cosa que te pido/ la prebenda
de un sitio en la trinchera/ y el privilegio de poder morir contigo.
Un
día no habrá más lágrimas para Fidel, a no ser cuando llegue una fecha, cuando
aparezca un recuerdo, cuando haya que hablar de él a alguien. Así me pasa con
mi hermana Kenia.
Y
por más que lo niegue y no lo demuestre, por más que haya llorado tarde a
Fidel, así, como a mi hermana Kenia, por dentro, lo voy a llorar siempre.
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