Yo sentí en algún momento que Dios me había abandonado, que
se había olvidado de mi familia, que nos castigaba por ser buenos.
Dejé de creer que Él existía y desamparaba a mi madre y a mi
hermana mayor, a ella sobretodo que le había entregado incondicionalnenre y solo
a Él su alma. Entonces, cuando volvía otra vez a imaginarlo por la casa, o
atento cada noche a mis súplicas, Kenia murió.
Me pareció tan injusto, tan cruel, tan ilógico, tan
desagradecido. Estuve días enfadada con Él, con todos. Dejé de mirar al cielo,
aunque aun lo imaginaba allá, dejé de pedirle, aunque me decían que Él siempre
me escuchaba. Y fue cuando recordé cuánto le amó mi hermana, cómo en su nombre
y de alguna manera de su mano se levantó aquellos días cuando no podía caminar,
y Biblia en mano y con Dios en el corazón sobrevivió casi dos años, cuando los
médicos le pronosticaban unos meses.
Y fue cuando mami, enferma, ya sin cabello por los sueros,
ya más calmada, tal vez resignada, tal vez iracuanda me consoló diciendo “tu
hermana se reunió con Él, ella está feliz en un lugar mejor, no lo alejes de ti
ni en los momentos más terribles, y sentí de alguna forma su mano.
Yo no soy cristiana, tampoco soy atea, y a pesar del dolor,
la ira, la frustración de los últimos días, puedo decir con seguridad, que
estoy más cerca de Dios, que lo llevo en mi corazón, como lo hizo mi hermana.
Esta confesión pública es por ti y para ti, Kenia.
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