Yo no sé a qué hora Haydée Santamaría se quitó la vida. Honestamente, no me importa. No creo que esos detalles morbosos que a muchos llamarían la atención, deban opacar su grandeza. Aunque, ciertamente, su suicidio, la apartó durante un tiempo de las grandes mujeres de esta patria, como si quitarse la vida no fuera de revolucionarios.
Y no quiero decir que se le haya olvidado. Pero las circunstancia de su muerte, hicieron que algunos, incluso la llamaran “loca”, y que su nombre y su ejemplo fueran mencionados y seguidos, menos de lo que merecía.
Pero Yeyé fue tal vez la más cuerda de su familia, aunque le gustara irse de parranda a otros pueblos cercanos a Encrucijada, y fuera una fiel fanática de un equipo de pelota, o repitiera varias veces el sexto grado para no dejar de estudiar.
Haydée fue la más cuerda. Tanto así que trasladó sola el armamento para el “asalto redentor” durante un largo viaje en tren desde La Habana a Santiago de Cuba; tanto así que aguantó el dolor de perder sus seres más queridos sin delatar a los revolucionarios; tanto así que cargó por mucho tiempo con un pesar profundo y fue capaz de creer en los jóvenes trovadores, cuando eran apartados.
Haydée, que un 28 de julio de 1980 decidió por primera vez apretar el gatillo y descansar, no descansa. Cual fantasma bendito que no se desprende de los suyos, Haydée no ha muerto, no puede hacerlo, ya lo dijo ella misma una vez: Una bala no puede terminar el infinito.
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