De niña siempre quise aprender a manejar un carro. Solía montarme en el Niva 1600 de la empresa donde trabajaban mis padres y poner los pies es los pedales del cloche, freno y acelerador. Mil veces practicaba los movimientos, que mi papá una vez me explicó, de mala gana. Pocas veces alcanzaba a pisar los pedales a fondo. Si lo lograba, perdía visibilidad, era muy pequeña. Por suerte, el carro nunca salió del parqueo.
En el garaje de casa pasaba horas y horas montada en el carro, “soñando”. Mil veces imaginé que era yo quien le paraba a algún muchacho en la carretera, que llevaba a mi familia a pasear, que mis muñecas eran mis hijos recostados en el asiento del pasajero.Más de una vez activé sin querer el limpia parabrisas, dejé en alguna velocidad la palanca, intenté, escondida, encender el carro.
Mil veces insistí en aprender a manejar, tenía mil excusas: tienes alguien que te releve cuando estás cansado, podrás tomar toda la cerveza y ron que quieras, no tienes que hacer todas las cosas en el carro tú. Pero la respuesta de mi padre siempre fue la misma: No hasta que cumplas 18. Su respuesta escondía un prejuicio: él creía que las mujeres no deben manejar, que ese era un asunto solo para hombres.Una de mis mayores tristezas fue descubrir que, en unas vacaciones, le había enseñado a manejar a un primo de visita en casa. Cierro los ojos y me recuerdo decepcionada, en el balcón de casa, mientras Yuri se alejaba dando los “tumbos” naturales de quien maneja un carro por primera vez.
Nunca más hablé del asunto…hasta el día que cumplí 18 años. Ese 5 de octubre le recordé a mi papá la promesa que años antes me había hecho, y a tanta insistencia tuvo que ceder. Manejé una sola vez, bajo la tutoría de mi tío Abel que había sido patrullero de la policía. Con mi prima Milena en el asiento trasero, tomé el timón realmente, por primera vez.
Manejé en línea recta todo el tiempo, no hice un solo giro, sentí pesado el carro, que se me iba hacia los lados. Estaba emocionada pero aquella combinación de cloche y velocidades no era tan fácil como lo había practicado de niña en el carro, en el garaje. Mi tío tomó luego el timón y se puso a hacer las “piruetas” que había aprendido en sus años de policía. Fue mi única vez frente al timón de un carro.
Años más tarde volví a imaginarme manejando, aunque esta vez fuera más difícil: un motor de cuatro tiempos (admisión, compresión, explosión y escape sí, lo aprendí bien). Tenía 25 años y me costó casi 10 meses aprenderlo a manejar. Prefería que fuera otro mi chofer.
Hasta un día, cuando alguien se negó a llevarme. Ese día renuncié a la dependencia. Lo saqué del garaje y me fui a la ciudad, sin licencia de conducción, escondida por las callejuelas de Cienfuegos. Aún recuerdo mi susto cuando la patrulla me pasó por el lado, pero yo venía segura, a la velocidad permitida, y me sabía al dedico cada señal, cada movimiento en la carretera.
Aquel 27 de noviembre sentí que ningún prejuicio puede contra una mujer que se empodera. Aún no puedo describir la sensación de libertad, fuerza y éxito que siento, siempre que manejo un motor. Ojalá pudieran algún día sentirlo todas.
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