Desde aquellas mañanas de canto matutino en la primaria y secundaria, allí cuando mi madre estaba por alguna ocasión especial, había que verla sonriendo, con sus ojos pequeños a punto de llorar. Mami adoraba verme cantar, y fueron muchos los conciertos privados que le di en aquel apartamento a donde fuimos a vivir tras su divorcio.
Una noche de apagón mami trajo un muchacho con guitarra a la casa. En una de sus actividades por la FMC lo había visto cantar y ella se enamoró de él, para mí. Lo obligó a cantar para la familia e insistió en que yo cantaba muy bien, en que deberíamos hacer algún dúo.
Ernesto solo se sonrojó, pero no tenía tanta pena como yo. Estudiaba en la escuela de arte, cantaba muy lindo aquellas canciones de Alejandro Fernández, y adoraba la forma en que mi madre lo elogiaba. Cantó muchas veces en casa, también cantamos juntos alguna vez, y ahora que pienso en el asunto, también en alguna actividad de la FMC.
Quizás hasta yo me enamoré también, porque como en muchas otras cosas, mi madre solo tenía que poner la semilla y dentro de mí crecía un árbol de ilusiones.
Pasó el tiempo y aquellos conciertos de Ernesto terminaron en casa, pero mami no se rindió en su sueño de hacerme cantante. Me pagaba clases de guitarra con Bertha Maestre, y luego yo estudiaba con una guitarra medio rota y sin cuerdas que alguien que le había vendido por 100 pesos a mi papá.
Un día, no recuerdo detalles para ser bien sincera, mami se apareció con una guitarra nueva, de cuerdas de metal, que había comprado en 500 pesos. Todo su salario. Le puse “Dafgui Angémona” por alguna alusión a la mitología griega y compuse mis primeras canciones, y le daba conciertos privados al barrio en los días de apagón.
Luego me acompañaba otros amigos con guitarra y resultaron aquellos los dúos y tríos más felices de mi secundaria. Me acostumbré a cantar y que me acompañaran y dejé de un lado la guitarra. Quedó colgada en la pared del cuarto, hasta con el forro de vinil negro que mami le había mandado a hacer.
Ya en el preuniversitario me atreví a cantar en un karaoke en la televisión y esa fue una de las tardes que más feliz vi a mi madre. Por ahí están los videos en un casete VHS que no he podido digitalizar. De aquellos días de karaoke es uno fallido —gallo incluido en la TV el que recuerdo con más cariño a pesar del fiasco público.
Mami, como de costumbre, estaba aquella noche en la Vocacional. Todo iba bien y parecía que ganaría nuevamente, pero dejaron los Amores Extraños de Laura Pausini más tiempo que de costumbre y llegó una nota de ella soprano que yo contralto no podía hacer ni en falsete. Vino el gallo, vino la vergüenza y vino mi madre a abrazarme. Su abrazo es el recuerdo más vívido de aquel día. Su abrazo y su consejo de no amilanarme.
Seguí cantando, en un cuarteto y octeto y aprendí a no forzar la voz, a hacer notas inimaginables, y a adorar la música coral. Y vino la universidad y el desaliento de un instructor de música… y enterré el sueño de ser cantante. Pero mami seguía teniendo sus conciertos privados en casa, y se conformó con verme en la televisión, haciendo periodismo.
Un día, adolorida, me llamó a Cienfuegos. Elder insistía y ella necesitaba el dinero. Sentí el dolor en su pecho cuando me preguntó si podía vender la guitarra, y aunque le respondí que sí sin dar muchas vueltas para evitar su culpa y mi remordimiento, hasta hoy no confieso cuánto me dolió desprenderme de Dafgui Angémona.
Con aquella guitarra mami y yo nos aferrábamos a un sueño que ella comenzó y que sembró tan profundo en mí que aún me imagino en algún escenario y compongo, así, a oído puro, mis canciones… pero ya no tiene sentido si no está mi madre.
Nunca más canté en público otra vez a no ser par de actividades en el periódico 5 de septiembre hasta el día de su entierro. Yo había prometido cantarle una canción de Cristian Castro el día que ella muriera, y aquella tarde tomé aire y pude hacerla. Seguro se fue algún gallo, seguro desafiné, pero cumplí con mi promesa. “Verónica” es una canción que nunca más podré cantar.
Todavía canto en privado, en la casa. No me atrevo a hacerlo lejos de la sala, donde tengo en una foto la mirada protectora de mi madre, que sonríe, con los ojos apretados, como en aquellos días de matutinos en la escuela primaria.
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