A la altura de estos años me han gritado perica por
el contraste de los colores, ese rojo y verde que a mis ojos resaltaba tanto en
el terreno. A la altura de estos años he aguantado que me griten palestina, oriental,
como si en algún momento me avergonzara de mi procedencia. A la altura de estos
años no pude mejorar mi nerviosismo, a pesar de que aumentara mi confianza.
Confieso que temí en todos los estadios, excepto en el
Mella. En el de Camagüey, en el de Villa Clara, en el Latinoamericano, en el de
Granma. A veces quise pasar desapercibida, pero nunca pude. Había algo que me
descubría, quizás un halo rojiverde.
Creí que les daba mala suerte. Me inventé cábalas:
si iba al estadio, si los veía en la televisión, si escuchaba la radio,
perdían. Me sentí sola en las gradas, aguanté estoicamente las burlas después
de una derrota; me regodeé tras la victoria.
No fue hasta el penúltimo juego que aseguré mi
victoria con entera convicción. No dudaba de ellos, si no de mí misma. Soy una
mujer cobarde. Lo confesé el año pasado, cuando perdimos el primer lugar. Este
año me enseñaron a no serlo más.
Pero me inquietaba, me afectaba demasiado cada
juego. Disimulaba con el celular o cualquier tarea en la cocina, me daba mis
traguitos para relajarme, puse la foto de mi mamá frente al televisor para
sentirme protegida.
En las redes sociales no pude parar. En casa mejoré
mis chiflidos, grité y desperté a mis vecinos. A riesgo de todo, en definitiva
yo vivo en Santa Clara, el equipo con quien Las Tunas jugó la final.
Y no pude estar para acompañarlos. Las cosas de esta
vida. Los vi ganar en casa, en Las Tunas, en el sillón de mi madre, con mi
hermana y mi sobrino gritando por igual. La vida, la vida... la vida quería que celebrara aquí.
Me queda la promesa de recorrer Santa Clara vestida
de verde, con mi pulóver de Las Tunas, con todas las miradas sobre mí. Ya no
tendré miedo. Yo soy una campeona.
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