Entonces, a los de la verdadera isla solo les quedó echar su suerte al tiempo, al clima, a los cabrones vientos.
Nosotros lo vivimos, como si algo divino dispusiera a
quienes llegaban por primera vez, la rara maravilla de estar prisioneros, y
entonces comenzamos a entender: primero la emoción, luego la desesperación, más
tarde la resignación, pero siempre la esperanza.
Así inició la verdadera guerrilla, cuando Serrano leyó en el
noticiero la nota informativa. Nadie la vio, pero todos la imaginamos. Aún es
parte de nuestras pesadillas.
Desde horas antes el oleaje en la playa negra no era buen
augurio, ni tampoco la desaparición de los mosquitos. Sabíamos que algo traía
entre manos aquel viento que esparcía las hojas secas de la fogata, pero nos
empeñábamos en buscar troncos. Esa debía ser la última noche, debía ser
especial, inolvidable…. y lo fue.
En la mañana siguiente la emoción aumentó con la construcción de un nuevo plan. ¿A dónde vamos, cómo nos trasladamos a la ciudad? Se descubrieron así las verdaderas dinámicas de los locales, a quienes complicamos el transporte los extraños “varados” en la isla, nosotros, que tras la alegría por lo desconocido cantamos en las guaguas, complicamos los cajeros, preguntamos a todos y de todo.
No hubo respeto por la preocupación ajena de un turno médico
perdido, la entrevista de trabajo que fue preciso cancelar y perder, el
familiar al que no fue posible despedir. Esas primeras horas no eran tan
desesperantes. Apenas era el atraso de un día por “mal tiempo”, pero
inconscientemente esperamos la nota en la voz de Serrano, aunque fuera otra
noche sin ver el noticiero.
Día 2: DESESPERACIÓN
A esa altura conocíamos los horarios de todo, en definitiva
la isla es eso, una isla, y bien pequeñita además. Ya no queríamos saber del
bulevar, nos aburría la wifi (a algunos, aclaro), y en la playa aún había mucho
oleaje como para zambullirnos.
Nos intrigaba el más allá de la cabecera municipal. Nos
aventuramos, no hay un programa que cumplir, aquel terminó hace 48 horas.
Llegamos al sur de ese “rabito” pequeño que ignorabas en
geografía y te encabrona la calma del tiempo, las arenas blancas, la playa
impasible, desolada. Nos sorprendió el buen trato de una recepcionista de un
hotel fantasmagórico por su soledad, interrumpida solo por tres o cuatro
infieles, seguramente, (este lugar queda tan lejos que es buen refugio para
amantes, yo también lo usaría).
Allí tampoco había mucho por hacer. Recogimos caracoles y souvenirs
marinos para los amigos, para los recuerdos; debatimos sobre la imposibilidad
de los cubanos de acceder a sitios de buceos tan hermosos como el que te venden
desde la entrada; tomamos unos tragos de ron, y volvimos en la guagua de los
trabajadores —bien pocos por cierto. A esa altura, empezamos a desesperarnos.
Apareció el mal humor, la mala cara, las maldiciones.
Hicimos gestiones para salir de aquella isla como fuera. La
idea de nadar hasta La Habana
no parecía tan descabellada. Son solo 120 km. Cuestionamos entonces por qué no hay
otra alternativa de atraco para los barcos cuando el mar desaparece de
Batabanó: quizás Pinar del Río, la ciénaga de Matanzas, cualquier otro lugar,
incluso un bojeo a Cuba hasta encontrar puerto seguro, tierra firme.
Por aire, ni soñarlo. No había suficientes contactos,
suficiente poder. Éramos unos desconocidos. Poco importaba si el carné tenía
algún apellido ilustre o decía que éramos periodistas. Ese truco no impresiona
a esta gente.
Algunos nos aprendimos de memoria el único de la Isla de la Juventud que importa en
estos casos: el de la naviera. De tanto marcarlo, aunque sea imposible
comunicar, lo grabamos: 46324406, 47324406, 46324406, podíamos hasta jugarlo en
la bolita.
Era un número a memorizar como si fuera el de tu propia
madre. Pero en ese casi nunca encuentras consuelo en la voz del otro lado. “NO
sabemos”, “todavía nada en Batabanó”…. Y en tiempo mejoraba en la mañana y venía
la esperanza, y nos asustaba entonces cualquier viento en la noche, y comenzamos
a extrañar los mosquitos, los jejenes (Phlebotomus
papatasi). No queríamos ni pensar. Hasta los más alegres comenzaron a ponerse
tristes.
Día 3: RESIGNACIÓN
La gente de la isla está acostumbrada a estos días de
prisión, y no necesitan a Serrano para saber cuándo volverán a salir los
barcos. Ellos también están desesperados por regresar o partir. Ellos también
deseaban que nos fuéramos, aunque siguieran sonriendo. Los extraños son
bienvenidos solo un tiempo. Y los entiendo, yo hubiera sentido lo mismo.
En el momento que la noticia se esparció en medio de la
guagua, sentimos el alivio de la gente, el nuestro. No hizo falta llamar al 46324406
(lo he vuelto a escribir de memoria).
“Nos vamos por fin. Estoy harta de esta isla rodeada de mar,
cuyos límites no puedo pasar, a donde no hay salida si me da por salir
corriendo. La isla es como una prisión”.
Un pie en el catamarán (poco importa ahora si es el de 3 o 5
horas mientras se mueva lejos) y entonces te sientes a salvo. Sin embargo, solo
sales de una isla a otra. Volverá a ti la emoción, la sensación de prisión, la
desesperación y finalmente, la resignación. Y lo peor es que ya no podrás
culpar al mal tiempo.
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