Apenas se tiene
un pie dentro de la Universidad, la incertidumbre sobre el futuro laboral
persiste casi hasta la fecha misma de graduación. Lo digo por experiencia
propia. A mi llegaron a dibujarme la posibilidad (real) de trabajar como
maestro en algún centro educativo, fuera incluso de la enseñanza superior. “Será
donde el país los necesite”, nos decían de forma lapidaria.
Con esos truenos, imaginen el desconcierto. El destino de quienes apostamos por estudiar Periodismo no lo determinaban las decisiones ni el desempeño docente del alumno. Las aspiraciones personales carecían de valor ante la estrechez arbitraria de las opciones.
Por suerte, mi
generación no acabó tan mal. El éxodo de profesionales de los medios de comunicación
dejó espacio para todos, aunque algunos fueron ubicados a kilómetros de
distancia de su casa, desprovistos de transporte para el viaje diario de un
municipio a otro.
Todavía recuerdo
aquella comiquísima reunión de quinto año, después de los machetazos por
concretar los lugares del escalafón. De pronto, apareció ante nosotros el principio
de “territorialidad”, que le impedía al mejor estudiante del grupo optar por su
sueño dorado, y lo obligaba a conformarse con una plaza en la pequeña emisora de
su pueblo. No les cuento todos los detalles, pero a punto estuvo el muchacho de
devolverle los truenos a la decana.
Historias
similares perturban la esperanza de los graduados universitarios a lo largo del
archipiélago, al chocar con la verdadera circunstancia de su perfil laboral,
muchas veces distante de los conocimientos adquiridos durante la carrera, y de
la vocación adolescente que nos llevó a elegirla.
Lo incomprensible
es que tales desafueros tienen un amparo legal en el Código de Trabajo, sometido
a debate en las agrupaciones sindicales, sin tomar siquiera como referente los
criterios del sector estudiantil (específicamente de las enseñanzas técnica y
superior), inmediata fuerza productiva en la que se invierten millones de pesos
para su formación.
El artículo 89 de
su Reglamento precisa que la ubicación laboral debe corresponderse, primero,
con las necesidades de la producción y los servicios, y segundo, con los estudios
cursados, siempre que no figure “imprescindible” situar al recién egresado en
un cargo distinto a su especialidad, acorde o no con las particularidades de su
profesión.
Bajo esta norma,
la mayoría de las ofertas de trabajo lucen poco llamativas frente a las lógicas
ambiciones de un joven que inicia su vida laboral, para colmo consciente de que
el salario a cobrar no le alcanzará para comprar la ropa de moda, mantener el
celular o darle un gustito a su pareja. Si acaso, aportar algo a la economía
familiar.
Conozco varios
casos que deberían suscitar una discusión seria sobre la política de empleo
existente: agrónomos dedicados a la compra-venta de CD, cibernéticos en el
negocio de las bisuterías, filólogos en la cría de cerdos, arquitectos en
función de fotógrafos, ingenieros automáticos en la reparación de celulares, licenciados
en Lengua Inglesa en el comercio de artesanías…
Honestamente, tampoco
creo que constituya un propósito del Estado cubano desvirtuar el gasto en la
educación universitaria, sobre todo cuando tanto se habla de fortalecer la
empresa socialista. Sin embargo, en la base de la pirámide las disposiciones no
andan por buen camino.
Al margen de las
condiciones objetivas (la escasa remuneración), al adiestrado le toca padecer
el mal del último que llega, o sea: trabajar en las tareas menos atractivas de cualquier
entidad, situación que afronta en rol de cordero para no ver perjudicada su
evaluación.
Otro elemento
cuestionable implica el proceso de demanda, supuestamente elaborado a partir de
la necesidad de fuerza calificada, según las exigencias del desarrollo socio-económico.
Lo regula la Resolución 8 de 2013, del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social,
mecanismo que en ocasiones se trastoca, pues las políticas del país van por un
rumbo, y las “necesidades” por otro.
El descontento o
la frustración resulta el pago final de un grupo nada despreciable de graduados
universitarios. Podrán decir que cerca de 1 millón 163 mil jóvenes trabajan en
el sector no estatal, y 155 mil 600 en las nuevas formas de gestión. Pero en la
frialdad de esos números jamás hallaremos el desajuste de la diana en el
entorno laboral cubano. Mientras se acoteja (si lo hace), habrá quienes
resistan o esperen al cambio, y habrá quienes continúen apostando por encontrar
la felicidad en un empleo para el que nunca estudiaron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario