Cuando era
niña mamá y papá nunca se enfermaban. No recuerdo ni siquiera alguna vez que
tuvieran catarro, o les doliera la cabeza. Para mí eran inmunes a las
enfermedades. Siempre estuvieron fuertes: para cuidarme en los días de fiebre
alta o llevarme al policlínico durante mis crisis con asma. Incluso mamá solía
montarme en bicicleta hasta la plaza en plena madrugada, bien abrigada para que
no me diera el sereno, pero cogiera aire y respirara mejor.
Pero
aquellos días acabaron, aunque mi asma aparece de vez en cuando, con los
cambios de tiempo, y ahora me preocupa a mí la salud de mis padres, mi hermana
mayor.
Cuando
éramos niños /los viejos tenían como treinta/ un charco era un océano/ la
muerte lisa y llana/ no existía.
Honestamente,
cuando los contemplo, desearía tanto no haber crecido nunca y continuar como
aquella niña de trenzas sin el miedo constante de algún día, quiera algún poder
divino que demore-, verlos morir. Las pérdidas caen entonces con el paso de los
años, abuelos primero, si la naturaleza obra con lógica-, y así sucesivamente
los más añosos se van primero.
Luego
cuando muchachos/ los viejos eran gente de cuarenta/ un estanque era un océano/
la muerte solamente/ una palabra.
Pero yo todavía soy una muchacha, porque mis padres
me tuvieron viejos, y la muerte, es más
que un simple término para definir ese lugar desconocido, si existe- a donde
vamos todos cuando ya no respiramos más.
Ya
cuando nos casamos/ los ancianos estaban en los cincuenta/ un lago era un
océano/ la muerte era la muerte/ de los otros.
A esta hora, una se encoleriza con el mundo, porque
no cree justo todo el poco tiempo para disfrutar de los que quieran en sano
egoísmo, pero mi rabia es porque siempre creo que tenían mucho por vivir, y
dar, y querer, y decir.
Ahora
veteranos/ ya le dimos alcance a la verdad/ el océano es por fin el océano/
pero la muerte empieza a ser/ la nuestra.
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