Yo no podré nunca renunciar a mis
principios, aunque a veces me parezca que las cosas pueden hacerse diferente y
aun cuando no siempre levante la mano como señal de aprobación. Nada podrá
arrancarme mis raíces, si bien prefiera pocas veces andar “audifonada” por la
calle, sin ganas de ver, oír o decir.
Cada generación tiene algo por decir y hacer,
un Moncada para asaltar. Y mi deber con esta obra revolucionaria, imperfecta y
estoica —en la cual creo —, me lo tomo en serio.
Esta Cuba mía, aunque es la misma de mis padres y abuelos, ya no es igual. Sabe todavía a médicos en África, al regreso de los Héroes, a barbudos aún entre nosotros; pero, además, tiene sabor a Internet, nuevas tecnologías, reguetón, cuentapropismo, inversión extranjera y ¿por qué no? también a emigración. Toda una Isla en medio del mar Caribe mas nunca aislada, con hijos y hermanos creciéndole en todos los continentes, como pétalos de flor de león.
Por eso no podré jamás renunciar a mis principios, ni desistir de la rebeldía y frescura de mis veintitantos; de la sensación de libertad en un concierto de Buena Fe; del deber de tomar la palabra en una reunión donde no soy delegada; de la brisa de un malecón lleno de adolescentes en un fin de semana; o, incluso, del vandalismo de escribir mi nombre y el tuyo en una pared de un barrio a oscuras.
Aunque en mi cuarto la bandera colgada sea la
de un club de fútbol español y tenga mucho que decir de series anglosajonas o
coreanas, no me quitarán nunca el orgullo al escuchar el Himno en las
premiaciones de unos Juegos Olímpicos; o al sentir en mi puño la fuerza del
Nockout de los Domadores; o al celebrar los éxitos de músicos del patio en
cualquier rincón del mundo; o al erizarme los pelos cuando algún despistado pregunte
mi nacionalidad.
Yo decidí soñar a Cuba. Y debido a esos
muertos por sobre los cuales estoy viva, quienes recibieron la bala dirigida a
mí —tal expresa aquel poema de Fernández Retamar—, mantengo mi tozudez, como una
digna joven de estos tiempos.
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