Mi madre aún conserva aquel periódico del 14
de octubre de 1976. Casi ilegible por el tiempo, y a pesar de los dobleces para
hacerlo caber en la vieja caja de madera, el papel amarillo por el paso de los
años todavía enseña nítidamente el titular: “Trasladados a Cuba los cadáveres rescatados.
Tendidos en la base del monumento a Martí”.
Junto a las primeras fotos de sus hijas,
medallas de vanguardia nacional y hasta una de aquellas libretas de ropa por
cupones de la década del 80, guarda esa edición en blanco y negro del periódico Granma.
Hace años, cuando lo descubrí entre sus
recuerdos, me dijo que ese hecho marcó su vida… Y ella no fue de aquellos
padres que perdieron a sus hijos, ni de esos hijos que perdieron a sus padres.
Pero pensó en mi hermana Kenia y sus apenas
ocho años, y comprendió el desconsuelo de los familiares de los casi niños que
integraban el equipo juvenil de esgrima.
Imaginó entonces el dolor de los infantes que quedaron
huérfanos, como la pequeña de Miriam Remedios de la Peña, una cienfueguera cuyo
último deseo fue —seguramente— abrazar a su hija.
Supongo que es el recuerdo de los seres
queridos la única compañía cuando se acerca la muerte, el mayor estímulo cuando
se trata de pilotar un avión que, destrozado por las bombas, de manera
irremediable caerá al mar.
Entiendo entonces por qué, cual si fuera una
de sus más preciadas memorias, mamá no se desprende de ese diario de jueves.
Todavía la estremece la conmovedora imagen de Caridad Bocalandro y Raúl
Rodríguez del Rey, llorando desesperados frente al retrato de su hija María Elisa.
Con cuidado mi madre hojea esa edición con
casi 38 años. Ante la foto de Carlos Leyva Gonzálezse
detiene. Lo mira e imagina el varón que siempre quiso y nunca llegó.
¡Y el asesino sigue vivo!
—se repite mami, como un martillo que golpea a diario la justicia—,
mientras tres cubanos que impidieron actos parecidos siguen presos en
la misma tierra que alberga libremente al terrorista.
Cuando el avión de Barbados cayó,
ella no recuerda donde estaba, pero sí no puede olvidar cuánto la estremeció la
noticia al escucharla por radio. Por ello no logra desprenderse de ese papel
que ha guardado por más de tres décadas.
Hoy ha descubierto que un buen amigo guarda la
edición del día anterior. Tampoco él ha podido despegarse de ese triste
recuerdo. “Voy a regalártelo, quiero que lo guardes, me ha dicho Iván”.
Serán entonces dos periódicos que guardaré con
congoja, como lo ha hecho por 38 años mi mamá. Pero esos recuerdos
desgarradores también se heredan, porque tales injusticias, no se pueden
olvidar.
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