Palmas que tocan las nubes/, pidiendo al cielo que mire
El abanico sigue aún en la pared. Ese último regalo de sus hijos por el día de las madres adorna la sala de la casa junto a las fotos de Luis Rodolfo y Sergio Enrique, tomadas apenas unos días antes de sus muertes.
Las camas de ambos, perfectamente tendidas, esperan que vuelvan aquellos jovencitos a arrugar y ensuciar sus sábanas.En el piso, las bostas lustradas añoran el sudor de los pies que desandaban San Juan y Martínez, en Pinar del Río, conspirando contra la tiranía de Fulgencio Batista.Sobre la cómoda aguarda el anillo de graduación que nunca usó Luis; los relojes con la hora exacta de sus asesinatos.
Una veintena de fotos repasa los instantes más alegres de sus vidas o acaso los momentos más importantes de la familia.Intactos aún sus objetos personales más preciados, como si el tiempo se hubiera detenido, esperando verlos llegar. Por toda la casa abundan sus recuerdos. Nada ha cambiado de lugar desde aquel 13 de agosto de 1957.
Mientras, al fondo, en el último cuarto, también aguarda Esther, con el valor de haber sobrevivido al asesinato de sus dos hijos, cuando apenas terminaban la adolescencia.Con más de un siglo de existencia, en sus ya escasos momentos de lucidez, son justamente ellos los que recuerda.
«Estoy “alegante”», dice. Y cualquiera que no conozca la historia puede creerla decrépita, vetusta, sin gracia; pero no lo es.
Así solían «piropearla» sus hijos, cuando se arreglaba más de lo común. Esos recuerdos de familia, y los poemas, de sus muchachos y otros autores cubanos, ocupan toda su memoria, la hacen feliz.
Cuentan que cuando decidió convertir su casa en museo, su única condición fue seguir viviendo allí. Era la mejor forma de estar aún junto a ellos.
De pie en el portal, aún Esther recuerda aquel triste atardecer cuando escuchó los disturbios, a penas a unas cuadras del hogar.
¿Cómo hubiera podido imaginar que esos disparos asesinaban a sus pequeños?, en definitiva, ellos solo habían salido a festejar el cumpleaños de Fidel.
«No temas, algún día te sentirás orgullosa de nosotros», fueron las últimas palabras de sus hijos. Pero ella desde hacía tiempo, vivía orgullosa de ambos.
Cuentan que a Luis lo mataron cuando salió en defensa del hermano. A penas unos segundos más tarde murió Sergio.
Sin embargo, junto a su madre aún viven. Junto a su pueblo aún viven. Allí, en su casa, donde Esther celebró sus 103 años este siete de diciembre, allí, a petición de las palmas, siempre va el cielo a mirar.
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