Por :Roberto Alfonso Lara
Fotos: Glenda Boza Ibarra (en las calles de Cienfuegos)
Alguien vino, y sin preguntar
siquiera, me amarró la cinta en un brazo. El gesto expresaba la euforia de un pueblo cansado ya
de injusticias y castigos, mentiras y rencores. El gesto dimensionaba la idea
del héroe cubano René Gonzaléz Sehwerert, confundía la espontaneidad incitada
con el imprudente deber. El gesto trastocaba las ansias de muchos ante los
desatinos de unos pocos, el gesto volvía a ser de amor.
Lo asumí con la extrañeza que
provoca en uno semejante acción. Imagínense, un desconocido viene, y acomete, sin
consentimiento alguno, su designio. Pero luego, noté a mí alrededor aquellas
tirillas prendidas en las manitas de un niño, ponderadas con desenfado en la
atrevida vestimenta de los jóvenes,
colocadas a manera de broches en las blusas de las féminas, rudas y la
vez sensibles en el andar de los hombres.
Todos parecían asaltados por un
pincel amarillo. Quise indagar en las propiedades de tan invasivo color, y
descubrí su asociación con la felicidad, la inteligencia, la innovación, la
fortaleza, el poder. Me sorprendió, incluso, su capacidad para generar temor.
¿Temor a quién?, pensé, y enseguida, casi de manera robótica, tarareé la letra
de una popular canción: “me tienen miedo porque no les tengo miedo”.
Y de eso, precisamente, se
trataba. Aquella gente, iluminada por un trazo de amarillo, nada tenían que ver
con la moda, su moda era otra: una simbólica protesta por hombres que nunca han
visto a su lado, pero de quienes saben todo. Una cruzada incansable por
hombres con hijos, madres y cónyuges. Una rebelión de los justos contra los
injustos. Una lucha sin miedo por los hijos de la patria encarcelados. Una
atípica batalla por Los
Cinco.
El amor instaba al deber; tan
maravillosa idea no podría sostenerse en ningún otro sentimiento humano. Así,
la historia de aquella mujer norteamericana que, motivada por su esposo preso
ató a un árbol cien lazos amarillos, me hizo pensar en Adriana Pérez y Gerardo
Hernández, una pasión firme aún, pese al tiempo y la distancia.
De paso, recordé mis sueños, y a
la vez me pregunté por los de cada uno de ellos. Nada extraño o raro, dije,
comunes a la mayoría: tener hijos, cuidar a la familia, besar diariamente a la esposa, superarse en
el trabajo, caminar las calles que ahora les resultan prohibidas. Y en lo
aparentemente común se atravesó el atropello a la libertad. Entonces, ¿qué
hacer por esos sueños semejantes a los míos?
La respuesta no solo la encontré
en el atrevimiento de quien amarró la cinta a mi brazo; la vi madurar en los
barrios y escuelas, abatirse en la parte trasera de un carro, amistada con la
enseña nacional, asumida como nadie lo había hecho, reinventada por los
cubanos. La respuesta implicó el gesto de un pueblo que se niega a perder la
fe.
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