Como cualquier niña cubana, los primeros versos que recité a mi familia, aprendidos en el círculo infantil, fueron los de “Cultivo una rosa blanca”, cuando apenas conocía el significado de la amistad, y la vida, contradictoriamente, me regalaba mis mejores amigas.
En la escuela primaria, cada enero, los más grandes dramatizábamos las obras de José Martí. En quinto grado me tocaron aquellos versos de la madre pobre, a la orilla del mar, con una hija enferma que recibe de Pilar los zapaticos de rosa. Decía la seño Juana, que la había hecho llorar, y yo recuerdo vagamente las dos lágrimas que corrieron por mi rostro, esa tarde.