Como cualquier niña cubana, los primeros versos que recité a mi familia, aprendidos en el círculo infantil, fueron los de “Cultivo una rosa blanca”, cuando apenas conocía el significado de la amistad, y la vida, contradictoriamente, me regalaba mis mejores amigas.
En la escuela primaria, cada enero, los más grandes dramatizábamos las obras de José Martí. En quinto grado me tocaron aquellos versos de la madre pobre, a la orilla del mar, con una hija enferma que recibe de Pilar los zapaticos de rosa. Decía la seño Juana, que la había hecho llorar, y yo recuerdo vagamente las dos lágrimas que corrieron por mi rostro, esa tarde.
Era un festival maravilloso y desde allí ya una sabía quiénes tenían aptitudes para la actuación: Zussell como madre de Abdala, a quien a su vez interpretaba Frank, Arletis rubia y de ojos verdes, tal vez como la Pilar que conoció el Apóstol.
También en el seminternado descubrí sus primeros poemas románticos, como parte de una clase de un profesor de Matemáticas. Y asimismo por desilusiones, lloré una vez desconsoladamente como la niña que lo amó en Guatemala. Más de una vez, como ella, yo hubiera entrado en el río a morir de amor.
Fue luego en la secundaria cuando repetía de memoria, para imitar a mi madre, los primeros párrafos de sus “Tres Héroes”. La Edad de Oro había llegado con mi título de nivel primario, y aunque hubo algunas historias que no leí más de una vez, aquella descripción de su arribo a Caracas me estremecía inexplicablemente.
Pero Martí se nos alejó, con la inocencia de la infancia. Y dejó de ser referencia obligada, siempre y cuando no necesitáramos una frase suya para algún seminario o trabajo práctico.
En la “Vocacional”, una vez casi incendiamos el teatro. Mi grupo se había empeñado en hacer una gala en su homenaje a la luz únicamente de varias antorchas. No podíamos ir a la marcha, por eso la traíamos hacia nosotros.
Esa noche retomé otra vez “Cultivo una rosa blanca”, pero ahora musicalizado por nuestro instructor de música.
Meses más tarde, como recordaba cada una de las voces, luego se me ocurrió montarla en la universidad, pero aquellos versos hecho canción no salieron nunca del dormitorio 406 de Periodismo.
A solo dos marchas de las antorchas pude asistir cuando estudiaba la carrera. Anhelaba tanto las caminatas de jóvenes que alumbraban la noche y terminaban a altas horas de la madrugada con la alegría de un concierto, pero estas fueron suspendidas y se quedaron solo en la capital.
Entonces comenzó otra vez la distancia con “el Maestro”, a pesar del “Todo el mundo cuenta” de Buena Fe; mi ensayo final de literatura sobre Martí, la muerte y Haydée Santamaría; las únicas visitas al Memorial y su casita en la calle de Paula; o las noches sentada bajo su mirada de bronce en la Plaza Martiana de Las Tunas.
Hace unos meses conocí a un José Julián contemporáneo, también a una colega que lleva los apellidos del Apóstol a la inversa. En mi nombre no tengo nada que me asemeje a Martí, pero a mi padre igual le dicen Pepe, y como ellos el primer nombre de mi sobrino es José.
A todos nos queda su nombre, su figura, demasiado grande, inalcanzable. Maneras de honrarlo, cada cual lo hace a su forma, incluso mi sobrino, que no sé si será la esperanza del mundo, pero es la mía, la de mis hermanas, la de mis padres, porque sabe querer.
Para ser sincera, ahora que lo pienso, pocas veces en mi vida he buscado a Martí. A veces uno acude a los amigos, la religión, e incluso los desconocidos ante una encrucijada. ¡Y él está siempre tan cerca!
Pero sé que soy martiana, aunque en mi librero no sean sus obras mayoría, pase semanas sin leerlo, desconozca el nombre exacto de todas sus hermanas, no escriba cada cosa con una frase suya encabezando el texto, o discrepe todavía de su criterio en aquella “reunión de Mejorana”.
Martí se me descubrió hace años, muchos años, para no alejarse nunca. Porque a un hombre como él, uno debiera llevarlo siempre en el corazón.
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