“No cojas nunca lo que no te pertenece”, me
enseñaron mis padres cuando era pequeña. Y a las alturas de mis 24 años puedo
decir con toda sinceridad que lo único que no era mío que he tomado
fue un libro que vi un día sobre una mesa en un aula vacía. (Hasta rima)
Era El amor en los
tiempos del cólera de Gabriel García
Márquez, para colmo le faltaba el final.
Mi madre es la
persona más honrada que he conocido, tal vez por eso su ejemplo es no tocar lo
que no es de uno.
Ha vivido toda su vida humildemente, pero ha sido
feliz. Me contó que cuando era niña una vecina la acuso de robarse unas
hebillitas para el pelo.
Mi madre era inocente pero fue sino hasta un día que
la casa de su vecina se quemó, que cayeron de entre las tablas del techo, las
hebillas, que según la propia vecina
parecía que los ratones habían llevado hasta allí. Ella avergonzada se disculpó
con mi abuela y mi mamá.
Este ejemplo pudiera parecerle a muchos increíbles,
pero es cierto, o al menos lo fue tanto como para enseñarme para toda la vida
el valor de la honradez.
Por eso debe ser que crecí siempre pensando que al
que robaba le quemaban las manos.
Afortunadamente no he sido víctima de muchos robos,
y toco madera. A penas alguna prenda interior en el pre, cuya pérdida no
descarto por ser regada y alguna que otra cosa cuyo valor no era tan importante
porque no recuerdo.
Tampoco he estado inmiscuida afortunadamente en
robos o he sido acusada de alguno, mucho me he cuidado para que nadie nunca me
ponga en acusación.
Bueno igual dicen que “Ladrón que roba a ladrón
tiene cien años de perdón”. Pero por si acaso no me arriesgo. Papá me ha dicho
siempre, goza lo que Dios te dio y no ambiciones nada más, y esa es al menos la
filosofía que aplico en la vida y hasta ahora puedo decir que, sin muchas
ostentaciones, soy feliz.
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