Han pasado 15 años y la maestra Annia sigue dando clases a pesar del salario bajo; los padres que ya no van a la escuela a preguntar por sus hijos sino más bien a cuestionar los procesos; la escasez de compañeros para cubrir su ausencia; el aumento de la matrícula de niños por aula; o el peso que muchas veces solo recae en ellos porque la familia se desentiende.
Han pasado 15 años desde que la maestra Annia me dio las primeras lecciones de Español- Literatura en cuarto grado, y todavía recuerdo su exigencia con nuestra caligrafía y ortografía, y los hábitos de lectura y la realización de las tareas fuera del horario lectivo.
Nunca nos dejó un día libre, ni siquiera un fin de semana: «la escuela se lleva a la casa», nos decía. Pero qué iban a entender eso los alumnos de la primaria.
Aquellos días en la escuela Rafael Martínez la maestra Annia nunca me ubicó en la mesa con alguna de mis mejores amigas. Nos separaba y al lado nuestro sentaba a quienes no asimilaban rápidamente los conocimientos, que nunca fue sinónimo de menor inteligencia.
Mi maestra Annia decidió quedarse a pesar de tener que prepararse en solo unas semanas para impartir diferentes asignaturas, ¡y ella se había pasado años especializándose solo en Español! Pero entendió el por qué de aquel sacrificio, y volvió a estudiar a la par de sus alumnos, y no le importó nunca decir que no sabía, o hacer una pregunta. No se dejó vencer por la desmotivación.
Como ella muchos profesores se quedaron en las aulas y son hoy los que garantizan la educación de los menores, con mayor o menor calidad.
El éxodo de maestros —en Cienfuegos aumenta a mil— lleva un ritmo progresivo de ascenso en el país durante los últimos años, y ha provocado limitaciones en el sector, y en la propia conducción de la sociedad.
Lo más triste es que la causa tiende a mantenerse. Los nuevos ingresos y matrículas en escuelas pedagógicas disminuyen cada curso, sin contar la falta de interés por aquellas de las ciencias exactas, en la peor situación.
Esa primera profesión deseada por los niños —quién no soñó con ser maestro cuando grande— quedó solo como un anhelo infantil, e incluso como una vocación perdida en el fondo de las oportunidades.
Yo también quise ser maestra, todavía me gustaría alguna vez pararme frente a un aula de alumnos adolescentes, y contarles la historia como lo hizo la maestra Mireya y el profe Carbonell; o analizar gramaticalmente los relatos cortos de Eduardo Galeano que nos llevaban al aula Maribel y Guevara; o simplemente motivarlos con una canción en Inglés de Katy Perry.
Ese, el mío, es un anhelo detenido, interrumpido por la realidad de verlos llenar papeles hasta el cansancio; de las guardias en la Vocacional y luego entrar al aula en la mañana; de evaluaciones constantes y cambios de planes de estudios; de recorrer kilómetros en una bicicleta vieja camino al pre; de llegar tarde a casa e “inventar” a esa hora qué se iba a cocinar.
Esa misma realidad que me los mostró constantes en el tratamiento diferenciado a los menos aventajados; descuidando a veces su salud por hacer bien su trabajo; felices ante los resultados satisfactorios de un examen de ingreso o al felicitarme luego por haberme hecho periodista.
Quisiera que ellos —a quienes nunca pude llamarlos por su nombre, porque fueron siempre maestra o profesor tal— se sonrían en silencio hoy, cuando lean su nombre en estos párrafos, o aún sin mencionarlos se sepan recordados.
A mis maestros, esos que tras tantos años decidieron quedarse a pesar de las clases particulares mejor remuneradas; las opciones del turismo o cualquier otro oficio; a quienes recuerdo, e incluso a quienes no, les agradezco infinitamente porque todos, absolutamente todos, me enseñaron algo.
A esos, a los que se quedaron, gracias.
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