Así
se me descubrió Fidel hace unos años, mientras leía a Haydée Santamaría, y
cambió aquella imagen de hombre incólume, de esos que están de pie frente a ti,
en lo alto, y te parecen imposibles de tocar.
Cuando
niña, en los días del Congreso de la OPJM, envidié para bien a mi compañera
Leannis quien le tuvo tan cerca y casi pudo abrazarlo.
A
veces me pregunto qué habrá sido de la pionera cuando en tal ocasión le anudó
al cuello su pañoleta. Seguramente ella, hecha ahora una mujer, tenga la foto
enmarcada en la sala de su casa o en algún álbum de recuerdos.
De
pequeña hasta anhelé el paso de los ciclones, solo para verlo llegar a mi
pueblo, bajarse del jeep y conversar con la gente del barrio. Deseos infantiles
no hechos realidad por suerte, y lo digo por los ciclones.
Una
de mis memorias más impactantes es de una tarde cuando mi madre y su amiga
Clotilde lloraron desconsoladamente al verlo tropezar en las escaleras de la
Plaza de la Revolución de Santa Clara.
Yo
tenía apenas 16 años, y ya Fidel no era el hombre vigoroso y joven que había
entrado en 1959 en La Habana, ni el otro descendiendo de un tanque durante los
ataques de Playa Girón, o ese reunido con los estadounidenses negros en el barrio de Harlem.
Todavía
era un hombre al que más de un centenar de atentados no pudieron –ni podrán-
matar, pero el paso de los años, a pesar de su lucidez espléndida, ya se
notaba.
Un
hombre de tanta lucha y sacrificio antes del Triunfo definitivo, de largas
marchas junto al pueblo, de guía en medio de huracanes y planes
desestabilizadores del Norte, de aguaceros en una tribuna, de dormir a penas 4
horas al día, de hacer tanto, no puede ser fuerte –físicamente- para toda la
vida.
Y
a mí me tocó imaginarlo como un abuelo, esos que no pude disfrutar de niña por
la muerte. En las clases de Historia de Cuba soñaba que me sentaba en sus
piernas y me contaba sus anécdotas: los días de baloncesto en el convento de
Belén, el asalto al Moncada, la prisión en la Isla de Pinos, los preparativos
en México, la expedición del Granma, la lucha en la Sierra.
Pero
Fidel ya no es el abuelo de todos los niños, si bien su imagen y la del Che sean
las que primero aprenden los infantes a reconocer en el círculo infantil.
Se
nos alejó en el tiempo cuando se alejó de los medios. Y no siempre se tiene un
instante en la casa, la escuela o el trabajo para hablar de él, para recordar su
existencia, atenta todavía, al pasar de los años.
Cumplirá
90 el próximo agosto y es común escuchar cómo muchos le dedican a su cumpleaños
las actividades de este 2016, pero muchas veces se olvidan de él, de su
grandeza, y no intentan ni siquiera igualarlo.
Tal
vez no sea posible llegar a su altura, pero querer el bien para nuestra
América, y fundamentalmente para nuestra Cuba, es el mejor homenaje que se le
puede hacer.
Inclusos
sus enemigos, con puntos de vista discordantes, reconocen cuánto ha trascendido
en la historia, con errores y aciertos.
Un
amigo que le conoció me contó cuánto cambió “aquel día de breves palabras con
el Comandante en Jefe”. Y también yo creo que quien habla con él no es el mismo
nunca más. A mí me gustaría comentarle mis inquietudes con el futuro de la
Isla, del patriotismo enseñado en casa, del cuadro suyo en la sala de muchos, cual
foto de un hijo, y hasta de mis dudas históricas sobre reunión de Cinco Palmas.
Le
hablaría de aquel poema de Jesús Orta Ruiz que mi hermana Kenia recitaba como
nadie y memoricé a los 7 años, o el Canto de Carilda lleno de cariño e imágenes
apasionadas.
Pero,
sobre todo, me sentaría a escucharlo.
Todavía
imagino ese encuentro, aunque hace años entendiera que no será posible. Fidel y
yo coincidimos en el mismo tiempo, en la misma Isla… Eso basta.
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