No es que lo imagine disparando fusiles a carcajadas, ni heroificándose en Yaguajay con chistes, o sobreviviendo a su condición humilde contando bromas.
Pero aquel entusiasmo y alegría por el cual se le conoce, ese que le hizo inolvidable en su gente, es también trascendente para mí.
Podría entonces imaginarlo ahora de niño y sastre feliz, mientras toma las medidas de otro o juega con el pie a hacer funcionar la máquina de coser; o de estudiante de escultura en la Academia de Artes Plásticas de San Alejandro, esculpiendo seres alegres, gozosos siempre; o llegando a la Gran Manzana de Nueva York, ansioso de mejorar su vida y jaraneando como un típico cubano. Incluso, si cierro los ojos no hace falta mucho esfuerzo para notarlo disimulando con risas aquel primer balazo en una manifestación de protesta y en honor a Antonio Maceo, con solo 23 años.