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sábado, 7 de octubre de 2017

Huracanes personales (+Video y fotos)



Así son muchas de las casas de Aguada del Negro


En Puerto Padre, Las Tunas la gente no conoce La Aguada del Negro. Pocos podrían dar con certeza la dirección de ese sitio en las afueras de la ciudad. Conocen el lugar por “Blúmer[1] flojo”, un término acuñado, con justicia o no, por la reputación que, en el pasado, tuvieron las mujeres de allí.
Años atrás allí había una planta de asfalto que dejó de funcionar y la necesidad se apoderó del sitio. Ahora son viviendas las antiguas oficinas y el pavimento libre sirve de asiento a varios ranchos.
Una treintena de casas se camuflan, como avergonzadas, entre el marabú y la basura. Caminos de tierra y polvo, hechos por el ir y venir de los vecinos, enlazan las viviendas dispersas.
Aquí Irma también dejó destrozos. Casi ninguno de los ranchos sobrevivió a los vientos que abatieron la costa norte de Las Tunas con rachas de hasta 120 kilómetros por hora.
Pero, para el común de los habitantes de Puerto Padre, esos daños no cuentan. Las casas de La Aguada del Negro no proyectan la solidez que muestra gran parte del fondo habitacional del municipio.
Allá abajo, en la ciudad, un alto por ciento de la población tiene familia en los Estados Unidos. Las remesas de los emigrados han servido para construir casas con paredes y techos capaces de desafiar los vientos huracanados o la furia del mar.
Sin embargo, en La Aguada del Negro la realidad es distinta. Ike arrasó el caserío en 2008 y ahora Irma, exactamente nueve años después, volvió a volar techos y arrancar paredes. Sin muchas alternativas, los vecinos levantaron en un par de días nuevos ranchos con el material reutilizable que dejaron las ráfagas de viento.


[1] Blúmer es un cubanismo que proviene del inglés bloomer. Es sinónimo de ropa interior femenina, bragas, bombachas, calzón de mujer.



La Aguada del Negro

Es casi la hora del almuerzo. De la cocina de Nancy Cartaya y Yosvani Morales sale un humo denso de leña quemada. En una de las ollas, renegridas, hay un poco de arroz. El interior de la vivienda es oscuro. Un DVD reproduce música mexicana —de mariachis—, el mosquitero sigue armado sobre el viejo catre y en la cama, porque no hay sillas, almuerza la pareja.
Nancy y Yosvani están juntos desde hace varios años. Alrededor de su casita viven sus familiares: el padre ciego, senil y nonagenario de ella, y hermanos de uno casados con hermanos del otro.
—A todos nosotros nos evacuaron. Cuando volvimos las casas estaban en el suelo. No pasaron 48 horas y ya las habíamos vuelto a levantar.
Y tiene razón Nancy, es sencillo levantar paredes en La Aguada. Cualquier material sirve: pedazos de zinc recogidos del basurero, retazos podridos de tejas de cartón prieto, piedras... Los vecinos han vuelto a levantar sus casas en poco tiempo, pero, con vientos similares a los del 8 de septiembre, volverán a caerse.
—Aquí vino el delegado [de circunscripción] e hizo un levantamiento de los daños, pero no creo que nos pueda ayudar mucho. En 2008 nos dieron una maderita ahí y cubiertas temporales; fue por seis meses y ya llevamos casi diez años. El fibrocemento que le dieron a mi hermano, Irma lo hizo pedazos.
Tras el azote del huracán, Nancy, su familia y sus vecinos, no debían regresar a La Aguada. El gobierno habilitó para los evacuados una antigua escuela en el campo, en la localidad de Delicias —a unos cinco kilómetros—, pero los afectados decidieron regresar.
—Teníamos que volver a cuidar lo poquito que nos quedó, porque no hacemos nada con evacuarnos por ahí si al final nos van a sacar igual. La casita de mi hija, que era de cocoa[1] y piedra, fue la más detrozada y ella tiene tres hijos, por eso le dijeron que la iban a priorizar. Ahora está quedándose en la casa de una hermana —dice Nancy.
A pesar de su propia desgracia, a ella le duele lo ocurrido en las provincias centrales a donde una vez intentó emigrar, sin éxito.
—Vi los destrozos por la televisión. Por allá acabó, pero la cosa también para allá está mejor. Nosotros nos fuimos a vivir una vez cerca de Placetas y las condiciones eran otras, mucho mejores. Pero fue un lío legalizar los papeles, tener una libreta, y finalmente debimos regresar.
Al paso de Irma por la costa norte, la prensa de Las Tunas destacó sobre todo las afectaciones en El Socucho y Playa La Boca, comunidades ubicadas a ambos extremos de la entrada de la Bahía de Puerto Padre. Las informaciones hablaron de caída de árboles, inundaciones en áreas bajas, daños a la red eléctrica y pérdida de cubiertas en algunas edificaciones. De La Aguada del Negro no se dijo casi nada.
En Cuba aún no se contabiliza todo el daño ocasionado por Irma, pero los costos deben ser muy superiores al daño ocasionado por Matthew que, tras su paso por la zona oriental en 2016, dejó casi 100 millones en pérdidas.
Una cifra tan elevada supone un reto para la imaginación de los pobladores de La Aguada del Negro, que viven con lo justo, un día a la vez, deseando que, si pasa otro ciclón, tampoco se acuerde de ellos.



[1] Una especie de barro.



CLAVARSE LA ESPERANZA

Encorvado ante el destrozo parece un vagabundo en la basura. Busca entre los escombros algún vestigio de lo que fue su casa. Las puertas siguen abiertas —como siempre— pero desde la calle hacia dentro solo se ve el mar. Orlando Pérez Buchillón tiene la piel curtida por el sol y el agua salada. Vuelve a lo que fue su hogar varias veces al día. Con gestos maquinales remueve la madera despedazada y todavía húmeda, levanta las piedras, partes del techo, acomoda los pedazos de las paredes de cartón…
Le duelen las noticias que ha visto en la televisión, los reportes de otros lugares. Tiene rabia: “En La Habana ya están entregando colchones, donaciones, materiales de la construcción y aquí ni una puntilla. ¡Ni una puntilla!”, repite con desespero.
Orlando ha sido pescador toda su vida. Vive —y sobrevive— en Punta Alegre, un pueblito al norte de Ciego de Ávila. Su ranchito —casa humilde de madera y cartón—, levantado casi sobre el mar, ya no existe, desapareció el 8 de septiembre. En su lugar solo quedan destrozos, madera amontonada, pedazos de una red de pesca, un viejo sillón y la oración al niño de Atocha, suspendida como de milagro en un alambre.
Casi un mes después del paso del huracán, el pescador todavía busca destellos de esperanza entre los escombros. Ahora vive con una de sus hijas, pero regresa cada día a donde estuvo su hogar. Allí pasa horas mirando las olas, a la espera de que el mar le devuelva algunas de las pertenencias que le arrebató.
Aguarda también por las decisiones gubernamentales. Sin ayuda le será imposible a Orlando vivir solo otra vez.
“Quisiera levantar la casa de mampostería, pero depende de los materiales que den. Me han dicho que ayudarán a armar algunas facilidades temporales[1] con palos rústicos, pero no quisiera que un ciclón me la tumbrara otra vez”.
Su desconfianza es entendible. Desde hace tiempo sabe que, en Cuba, mucho de lo que llega temporalmente queda así para siempre. Orlando no se desanima del todo. Quizás la oración sobreviviente, ese Niño de Atocha que lo mira compasivo desde lo que queda de pared, sea un buen augurio.
Vuelve a los escombros. En los restos de su casa busca cualquier cosa reutilizable. Un vecino está armando un ranchito con palos viejos que la gente bota. Doblado sobre el suelo, Orlando busca puntillas dobladas y oxidadas con que apuntalar la esperanza.


[1] Facilidades temporales: es el término que se utiliza, al menos en Cuba, para designar las viviendas temporales, luego de un desastre natural como un huracán. Se construyen con materiales baratos, en poco tiempo, con restos del desastre. Como su propio nombre lo indica, deberían ser “temporales”, pero lo provisional, en Cuba, suele eternizarse. De ahí las aprehensiones de Orlando.


Orlando***
A tres días del paso del ciclón Irma por Punta Alegre, las autoridades comenzaron a contabilizar los daños. Las cifras eran tan impresionantes como la imagen del lugar.
En la zona del Gurugú, donde vive Orlando, casi todos tuvieron derrumbes totales o parciales.
“Cuando volvimos del área de evacuación buscamos restos de nuestras pertenencias. Sacamos escombros a la calle. Tratamos de limpiar el desastre”, pero, ¿cómo se lustra la fatalidad?
“Pasaron muchos días para que viniera alguien del gobierno o del Partido [Comunista de Cuba]. Solo cuando visitó la zona el General de Cuerpo de Ejército Joaquín Quintas Solá y la gente salió desesperada a pedirle ayuda, se acordaron de nosotros”.
Como efe de la Región Estratégica Central Quintas Solá fue el encargado de constatar la gestión gubernamental de las autoridades locales para ayudar a los afectados por el huracán pero —como muchas veces pasa (buena frase cubana)— si no eres doliente…
“El general dio 72 horas para que, al menos, se recogieran los escombros de las calles, porque si no nos íbamos a ahogar en la basura. Aparecieron equipos por todos lados: camiones, excavadoras, bulldozers”.
A pesar de la rapidez con que Cuba se levanta luego del paso de un huracán, no siempre las cosas funcionan como está establecido.
Las prioridades no se jerarquizan muchas veces por el nivel de daños, sino por la situación geográfica. A más importancia, más urgente la ayuda. Las pequeñas comunidades, que son casi siempre las más pobres, tienen que esperar.
“Yo lo vi, que nadie me lo dijo —cuenta Orlando—. En La Habana la gente compraba sus colchones, y a mitad de precio les facilitaron aceite, ollas, aseo personal y hasta un transporte para mover todo. Aquí nada de eso ha existido, no ha pasado nada, y aquí mucha gente lo perdió todo, todo”.
En la capital del país los daños fueron de otro tipo, debidos a inundaciones, fundamentalmente.
Las imágenes así lo ratifican. La reparación de los daños en la capital —y los demás polos turísticos de la cayería norte de Cuba— fue urgente. Punta Alegre, sin mucho que ofrecer a la economía o el turismo, tenía que esperar. Como dice el refrán cubano: “La Habana es La Habana, lo demás es área verde”.
Hace más de medio siglo, Orlando compró su rancho en 400 pesos. Ahora no existe y, por esa cifra, solo podrá comprar un colchón de los que venden a los damnificados. Saca la cuenta en su mente, sacude la cabeza y vuelve a los escombros. Se sumerge —literalmente— en los destrozos. Sonríe.

ESPERAR


Annia entrecierra los ojos porque el sol le da en cara. La terminal no tiene techo. A unos metros se encuentran los pedazos de zinc que Irma le desgajó a la edificación de una sola planta.
Annia está desesperanzada y necesita sentarse. Poco importa que el sol le dé en la cara. La desesperanza nunca está de pie. Por fortuna desde su asiento no puede ver su casa, es decir, el espacio donde hasta hace pocos días estuvo su casa.
Unos años atrás, Annia lo vendió todo en Manantiales, un pueblito del municipio camagüeyano de Vertientes y se mudó a este lugar. Quizás no fue feliz, pero casi.
“Aquí en el batey Máximo Gómez me compré una casa. Era de madera pero estaba en buen estado. Vivía con mi esposo y mis hijas”.
Cuenta de corrido sus recuerdos, como si reviviéndolos pudieran hacerse realidad. Qué más quisiera ella, pero solo eso le queda: recuerdos.
“Ni mi ropa pude salvar. El mar se lo llevó todo, menos a nosotros. Aunque a veces quisiera que me hubiera tragado. Estoy volviéndome loca”.
Annia Pérez González es auxiliar de limpieza —limpiapisos— de una institución del estado y tiene dos hijas: una de siete años y otra de 14. La más pequeña, Anyelín, no entiende de pérdidas. Es muy inquieta, revolotea a nuestro alrededor y sonríe y habla sin parar. Le queda su mochila con libros, lápices y libretas. Juega con los destrozos. Es ahora feliz, pero un día sabrá.
La niña interrumpe a su madre constantemente mientras juega con un viejo celular. Annia tampoco se contiene, no para de hablar, trata de desahogarse y sacarse del pecho el agua salada que la inunda. El ciclón ya pasó, pero en su alma nacieron cientos de nuevos huracanes.
“Era imposible no llorar cuando volvió la calma”. Fue en ese momento cuando comenzó la desesperación.
“Cuando pasó el ciclón era terrible. El pueblo estaba destrozado. De mi casa no pude recuperar casi nada. Los cubanos somos un poquito confiados y, como escuchábamos que eran vientos de tormenta tropical, que no iba a ser todo tan fuerte, salvamos algunas cosas pero otras se desbarataron”.
La lluvia que dejó Irma detrás es un misterio. El ciclón destruyó el hechizo de la persistente sequía. Ha pasado casi un mes y el agua no deja que amanezca.
“Mi ropa toda la perdí, y no ha dado tiempo a secarse nada porque sigue lloviendo. Mis colchones siguen húmedos porque no hay ni donde guardarlos, es mucha la gente en igual situación”.
“El otro día fui y tuve que reírme porque hay pedazos de mi casa por todos los lugares. ¡Anyelín, cállate ya!”.

El pueblo huele a mar podrido. El sargazo subió las paredes, se tendió en los armarios, se acomodó en los sillones, se instaló en las casas.

***
Máximo Gómez es un batey del municipio avileño de Chambas. La vida y el desarrollo del pueblo dependió, en el pasado, de la caña de azúcar que molía el central que levantó el dinero de un estadounidense rico a inicios del siglo XX. De la fábrica hoy solo quedan los restos. El “huracán” que destruyó el azúcar pasó mucho antes y a un ritmo más lento.
Es un pueblo viejo, con casa hechas de madera, fundamentalmente. O así era antes del ciclón.
“La madera de mi casa era tan dura que si le metías un clavo se rajaba. Era de madera, pero era mi casa. Si fueran daños en una o dos viviendas, lo mío podría tener rápida solución. Pero somos demasiados los afectados por los derrumbes, así que la recuperación será más lenta. Solo me queda esperar”, se resigna Annia.
Aquí la gente vive de la pesca, legal o ilegal. Los jóvenes venden el pescado en Morón o Ciego de Ávila —las ciudades más prósperas de la provincia—, en los restaurantes, los paladares, las casas que alojan a extranjeros, las familias con dinero.
“Si este este pueblo no era nada, ahora es mucho menos, porque, para colmo, tras los ciclones el pescado se pierde hasta tres meses”.
El esposo de Annia, pescador, no sabe ahora qué hacer. Annia tampoco. A regañadientes se mudó con su suegra, pero le cuesta renunciar a la independencia que un día alcanzó.
“Yo estoy ya pagando un crédito preexistente que pedí para arreglar mi casa. No puedo ahora pedir otro para empezar a construir. Además, ¿dónde voy a encontrar dos codeudores que me respalden ante el banco si todo el mundo se quedó sin nada, igual que yo?”.
“Esto nadie lo pidió. Nadie desea ver su propia casa en el piso. Los que tenían mejor posición, mejores casas, no perdieron nada. El ciclón acabó con la gente que tenía menos”.
Con el llanto al borde de los ojos, rompe a llover. La sincronía parece una metáfora, es triste y cursi, pero es real. También hay poesía en el dolor.

Annia no se mueve del asiento. Se le moja la cara pero, ¿qué más le podrá empapar algunas gotas?
Batey de Máximo Gómez

***
A la salida del batey Máximo Gómez un hombre, renqueante, carga un colchón personal. “Me costó 325 pesos, que es casi todo mi salario. No quiero hablar de eso. Esperemos que lleguen las donaciones”.
Le esperan cuatro kilómetros de regreso hasta el sitio donde sigue evacuado —una planta procesadora de yeso donde el polvo sofoca a los asmáticos y alérgicos—. En dirección contraria, varios camiones se hunden en los charcos y le enfangan los zapatos. Los vehículos cargan arena, tejas de fibrocemento, materiales de la construcción, personas...
El hombre del colchón se detiene y los mira pasar. Quiere pensar que esos camiones traen, de vuelta, los ladrillos de una nueva felicidad, reconstruida. Luego sigue su camino, con su colchón nuevo bajo el brazo.








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