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jueves, 12 de septiembre de 2013

Cintas amarillas para no perder la fe (+ Galería)


Por :Roberto Alfonso Lara
Fotos: Glenda Boza Ibarra (en las calles de Cienfuegos)
Alguien vino, y sin preguntar siquiera, me amarró la cinta en un brazo. El gesto expresaba la euforia de un pueblo cansado ya de injusticias y castigos, mentiras y rencores. El gesto dimensionaba la idea del héroe cubano René Gonzaléz Sehwerert, confundía la espontaneidad incitada con el imprudente deber. El gesto trastocaba las ansias de muchos ante los desatinos de unos pocos, el gesto volvía a ser de amor.

  Lo asumí con la extrañeza que provoca en uno semejante acción. Imagínense, un desconocido viene, y acomete, sin consentimiento alguno, su designio. Pero luego, noté a mí alrededor aquellas tirillas prendidas en las manitas de un niño, ponderadas con desenfado en la atrevida vestimenta de los jóvenes,  colocadas a manera de broches en las blusas de las féminas, rudas y la vez sensibles en el andar de los hombres.

Todos parecían asaltados por un pincel amarillo. Quise indagar en las propiedades de tan invasivo color, y descubrí su asociación con la felicidad, la inteligencia, la innovación, la fortaleza, el poder. Me sorprendió, incluso, su capacidad para generar temor. ¿Temor a quién?, pensé, y enseguida, casi de manera robótica, tarareé la letra de una popular canción: “me tienen miedo porque no les tengo miedo”.
Y de eso, precisamente, se trataba. Aquella gente, iluminada por un trazo de amarillo, nada tenían que ver con la moda, su moda era otra: una simbólica protesta por hombres que nunca han visto a su  lado, pero de quienes  saben todo. Una cruzada incansable por hombres con hijos, madres y cónyuges. Una rebelión de los justos contra los injustos. Una lucha sin miedo por los hijos de la patria encarcelados. Una atípica batalla por Los Cinco.
El amor instaba al deber; tan maravillosa idea no podría sostenerse en ningún otro sentimiento humano. Así, la historia de aquella mujer norteamericana que, motivada por su esposo preso ató a un árbol cien lazos amarillos, me hizo pensar en Adriana Pérez y Gerardo Hernández, una pasión firme aún, pese al tiempo y la distancia.
De paso, recordé mis sueños, y a la vez me pregunté por los de cada uno de ellos. Nada extraño o raro, dije, comunes a la mayoría: tener hijos, cuidar a la familia,  besar diariamente a la esposa, superarse en el trabajo, caminar las calles que ahora les resultan prohibidas. Y en lo aparentemente común se atravesó el atropello a la libertad. Entonces, ¿qué hacer por esos sueños semejantes a los míos?
La respuesta no solo la encontré en el atrevimiento de quien amarró la cinta a mi brazo; la vi madurar en los barrios y escuelas, abatirse en la parte trasera de un carro, amistada con la enseña nacional, asumida como nadie lo había hecho, reinventada por los cubanos. La respuesta implicó el gesto de un pueblo que se niega a perder la fe.

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