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miércoles, 25 de enero de 2017

Todo comienza en el cementerio (+ Fotos y Video)




La primera visita es al cementerio. Casi llegas sin respiración, con el polvo y el cansancio de más de 4 horas de viaje, agilizando a tu madre sexagenaria cuyas rodillas no la dejan avanzar más rápido. Pero es preciso apurarse. Son las 4:30 y a las 5 es el último cambio de guardia. 
No hay tiempo para buscar la impresionante tumba de Carlos Manuel de Céspedes, ni contar las 92 rosas de bronce de Compay Segundo, ni detenerte ante aquellas bóvedas cubiertas por madera.

En el camino te encuentras con la pirámide de Emilio Bacardí, quien nunca pudo visitar aquellas de Egipto y por eso se hizo construir una cripta con esa forma, y ves a lo lejos la de María Cabrales, te gustaría buscar la de Mariana, la de Frank País, la de Abel y Haydée, pero no hay tiempo.
La visita al Cementerio de Santa Ifigenia tiene un objetivo especial esta vez, llegar donde descansa Fidel.
Sigues al grupo de extranjeros que va hacia el monolito que asocias a un grano de maíz, ese en cuyo interior descansa el líder revolucionario. Te cuesta apurarte cuando te detienes al frente de la gran piedra.
Tu madre no para de llorar, pero tu sensación es rara, estás pendiente a la foto y los detalles que no pueden faltar en la composición de la imagen: el concepto de Revolución, el guardia de honor a la izquierda, el mausoleo de Martí al fondo, el de los mártires del Moncada, las palmas reales, las flores.
 Mientras una de los custodios agita tu paso frente a ese gran hombre, piensas en que solo dos veces lo tuviste tan cerca: esta tarde de enero y aquella noche de noviembre cuando su cortejo fúnebre se detuvo en tu ciudad.
Antes de llegar notas los padres que van de la mano de sus hijos. Una pequeña le pregunta y él apenas puede responder, es demasiada la emoción. Entonces abrazas a quien te enseñó a ser revolucionaria, esa misma mujer que en la última visita a la necrópolis santiaguera te acompañó allí, bajo la lluvia, a ponerle un girasol a Haydée.
Mamá no para de llorar. No siente siquiera el cansancio en sus piernas. Se pregunta cómo puede un hombre tan grande estar enterrado en esa piedra. «Del polvo venimos y hacia el polvo vamos», le dices medio resignada, «pero muchos son polvo que se esparce», agregaría ella.
Vuelves la vista hacia los turistas que también hacen fotos y videos y miran con tremendísima solemnidad hacia el nombre empotrado. Entiendes entonces cuánto puede respetarse a un ser humano, e incluso admirar, más allá de las diferencias.
Como en todos los camposantos, el silencio es sepulcral; no es para menos, cuando se está rodeado de muertos. La gente vuelve a apurar el paso. Faltan pocos minutos para el cambio de guardia.
Todos se arriman a la izquierda del mausoleo a Martí, que es como arrimarse a su corazón. Cuando suenan las primeras campanadas, los curiosos visitantes también hacen silencio.
Es eso lo que has amado más y siempre de este cementerio, la música patriótica que anuncia en toda su extensión de 133 mil metros cuadrados que comienza el cambio de guardia, antes solo de Martí, ahora también para Fidel.
Sin embargo, esta es especial porque son casi las 5 de la tarde y será la última. Un solemne militar marcha al ritmo de un fondo musical, original del Comandante Juan Almeida Bosque y llega hasta el mausoleo del Héroe Nacional donde se une a los jóvenes que llevan una hora de pie, firmes, custodiando sus restos.
¡Deben haberlo ensayado miles de veces! Reflexionas en tu interior, porque te cuesta comprender la sincronización de aquellos tres militares no solo con la melodía extendida en toda la necrópolis, sino además cuyo paso cae perfecto con el otro que custodia al Comandante.
Van de regreso al edificio administrativo, pero aún no ha terminado la ceremonia. A la orden de una corneta mambisa, como la cual imaginas indicaba una carga al machete insurrecta, otros siete muchachos bajan la bandera cubana de varios metros que ondea a la entrada del cementerio.
Es hora de partir, ya cierran el cementerio y aunque hubieras querido pararte frente al impresionante mausoleo de Carlos Manuel de Céspedes, contar las 92 rosas de bronce de Compay Segundo, o ponerle un girasol a Haydée, estás satisfecha. Cumpliste con Fidel. Cumpliste con tu madre. Cumpliste contigo.
Desde las afueras el sol se oculta entre las montañas insurrectas del Oriente, la bandera, doblada ahora en un gran triangulo rojo, va de regreso, escoltada por los cinco jóvenes militares. Lees un cartel en las afueras que te recuerda que «Patria es humanidad» y a solo unos metros una gran imagen de Fidel. El día no pudo terminar mejor. Precisamente en este sitio, donde pareciera que todo termina, la vida empieza. Vuelves entonces, llena de esperanza, al camino.


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