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miércoles, 6 de abril de 2016

Desubicados




Apenas se tiene un pie dentro de la Universidad, la incertidumbre sobre el futuro laboral persiste casi hasta la fecha misma de graduación. Lo digo por experiencia propia. A mi llegaron a dibujarme la posibilidad (real) de trabajar como maestro en algún centro educativo, fuera incluso de la enseñanza superior. “Será donde el país los necesite”, nos decían de forma lapidaria.

Con esos truenos, imaginen el desconcierto. El destino de quienes apostamos por estudiar Periodismo no lo determinaban las decisiones ni el desempeño docente del alumno. Las aspiraciones personales carecían de valor ante la estrechez arbitraria de las opciones.
Por suerte, mi generación no acabó tan mal. El éxodo de profesionales de los medios de comunicación dejó espacio para todos, aunque algunos fueron ubicados a kilómetros de distancia de su casa, desprovistos de transporte para el viaje diario de un municipio a otro.
Todavía recuerdo aquella comiquísima reunión de quinto año, después de los machetazos por concretar los lugares del escalafón. De pronto, apareció ante nosotros el principio de “territorialidad”, que le impedía al mejor estudiante del grupo optar por su sueño dorado, y lo obligaba a conformarse con una plaza en la pequeña emisora de su pueblo. No les cuento todos los detalles, pero a punto estuvo el muchacho de devolverle los truenos a la decana.
Historias similares perturban la esperanza de los graduados universitarios a lo largo del archipiélago, al chocar con la verdadera circunstancia de su perfil laboral, muchas veces distante de los conocimientos adquiridos durante la carrera, y de la vocación adolescente que nos llevó a elegirla.
Lo incomprensible es que tales desafueros tienen un amparo legal en el Código de Trabajo, sometido a debate en las agrupaciones sindicales, sin tomar siquiera como referente los criterios del sector estudiantil (específicamente de las enseñanzas técnica y superior), inmediata fuerza productiva en la que se invierten millones de pesos para su formación.
El artículo 89 de su Reglamento precisa que la ubicación laboral debe corresponderse, primero, con las necesidades de la producción y los servicios, y segundo, con los estudios cursados, siempre que no figure “imprescindible” situar al recién egresado en un cargo distinto a su especialidad, acorde o no con las particularidades de su profesión.
Bajo esta norma, la mayoría de las ofertas de trabajo lucen poco llamativas frente a las lógicas ambiciones de un joven que inicia su vida laboral, para colmo consciente de que el salario a cobrar no le alcanzará para comprar la ropa de moda, mantener el celular o darle un gustito a su pareja. Si acaso, aportar algo a la economía familiar.
Conozco varios casos que deberían suscitar una discusión seria sobre la política de empleo existente: agrónomos dedicados a la compra-venta de CD, cibernéticos en el negocio de las bisuterías, filólogos en la cría de cerdos, arquitectos en función de fotógrafos, ingenieros automáticos en la reparación de celulares, licenciados en Lengua Inglesa en el comercio de artesanías…
Honestamente, tampoco creo que constituya un propósito del Estado cubano desvirtuar el gasto en la educación universitaria, sobre todo cuando tanto se habla de fortalecer la empresa socialista. Sin embargo, en la base de la pirámide las disposiciones no andan por buen camino.
Al margen de las condiciones objetivas (la escasa remuneración), al adiestrado le toca padecer el mal del último que llega, o sea: trabajar en las tareas menos atractivas de cualquier entidad, situación que afronta en rol de cordero para no ver perjudicada su evaluación.
Otro elemento cuestionable implica el proceso de demanda, supuestamente elaborado a partir de la necesidad de fuerza calificada, según las exigencias del desarrollo socio-económico. Lo regula la Resolución 8 de 2013, del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, mecanismo que en ocasiones se trastoca, pues las políticas del país van por un rumbo, y las “necesidades” por otro.
El descontento o la frustración resulta el pago final de un grupo nada despreciable de graduados universitarios. Podrán decir que cerca de 1 millón 163 mil jóvenes trabajan en el sector no estatal, y 155 mil 600 en las nuevas formas de gestión. Pero en la frialdad de esos números jamás hallaremos el desajuste de la diana en el entorno laboral cubano. Mientras se acoteja (si lo hace), habrá quienes resistan o esperen al cambio, y habrá quienes continúen apostando por encontrar la felicidad en un empleo para el que nunca estudiaron.



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